La última corrida de Manolete en Córdoba.

Artículo de Santi Ortiz

Tal día como hoy –26 de mayo– de 1944, hacía Manolete el último paseíllo de luces en el vetusto coso de Los Tejares. Córdoba en feria. Cal de estreno en fachadas y corrales. Jardines verticales en los patios. Policromía en el paisaje de cuidadas macetas. Arte. Sabor. Dedicación y esmero. Clava el sol rejones de castigo desde la verticalidad del mediodía. La genética árabe se asoma complacida hermoseando con brillos de misterio los ojos de la mujer cordobesa. Animación por San Miguel y Santa Marina, dos barrios muy toreros. Se paladea el fino de Montilla-Moriles escanciado hasta el borde del catavino en los típicos medios cordobeses. Y se charla de toros. De la corrida del día anterior. De la temporada que lleva Manolete. De cómo se hizo con el manso y huido “Negociante”, remiendo de Montalvo en la pasada Feria de Sevilla, la tarde que lo sacaron en hombros, toreando con El Estudiante y Pepe Luis. De cómo en el toro anterior había convencido al público sevillano, que lo había recibido de uñas por no anunciarse en la corrida de Miura.

Todo es animación –¡Trae un poquito de salmorejo, nene. Y tres medios más!– y ganas de toros, en las horas previas a esta segunda comparecencia manoletina en la feria. La afición está eufórica, y no es para menos después de la tarde que ha dado Manolete la víspera, con las reses de A.P., acompañado de Álvaro Domecq, Pepe Bienvenida y Juan Mari Pérez Tabernero. Tres orejas y un rabo es el cómputo triunfal de la apoteosis, pero bajo ese titular, palpita, sangra, respira, se estremece, una de las faenas más grandiosas del diestro cordobés en su tierra. Una faena que brindaría previamente a Álvaro Domecq y realizaría a “Presidiario”, número 35, castaño de capa, 255 kilos en canal, dos “cucharas” bien puestas y herrado con el pial de don Antonio Pérez de San Fernando. Una faena cumbre. La que Manolete soñaba hacer un día en Los Tejares para que los viejos aficionados de la ciudad de los Califas, esos que no viajan ni acuden a otras plazas y sólo se enteran de los triunfos de Manolo leyendo “los papeles”, pudieran saborear, degustar y sentir in situ la hondura y la verdad del diestro de La Lagunilla. Una faena tan pura, tan sobria, tan de cante grande, que ni siquiera contó con el aderezo de la manoletina. No había en ella lugar para el adorno ni para el mínimo atisbo de superficialidad. Desde el mismo husillo de la plaza, Manolete, que había visto en “Presidiario” el toro soñado para la escandalera, comenzó a dictar su lección de pureza, de magisterio, de entrega, de poderío, de majestad y elegancia, para convertir el cofre de historia y torería de Los Tejares en una olla a presión a punto de estallar a fuerza de emociones. Por fin, Córdoba había visto de verdad a Manolete. Y lo aclamó como nunca había aclamado a nadie. Y se rindió al ídolo, al más grande, a la personificación de la vergüenza torera, al máximo ensamblador de lo artístico con lo emocionante, al sublime Séneca de la tauromaquia. Tan satisfecho debió quedar Manolete de su obra, que en el hotelito que adquiriera para su madre en la avenida de Cervantes y dentro de la sobriedad que siempre caracterizó sus gustos, Manolete sólo tuvo expuestas tres cabezas de toros: la de “Mirador” –o “Comunista”–, el toro de su alternativa; la de “Ratón” –o “Centella”–, de Pinto Barreiro, con el que conseguiría cuarenta días después de éste en que nos situamos, en Madrid, la que ha quedado considerada por muchos como mejor faena de su vida torera, y la de dicho “Presidiario”, con que Manuel Rodríguez Sánchez dejó en libertad todas las musas de su torería.


En contraste con aquel jolgorio prologal de la corrida, la plaza de La Lagunilla su sume en un silencio taciturno, recostada la calma de sus aires en el contraluz de un tiempo perezoso, donde la viscosidad de sus instantes parece frenar el paso de las horas. En el número 45 de dicha plaza, se alza la modesta casa de Manolete. En ella –hoy ya derruida, después de quedar deshabitada y sufrir la erosión del abandono, como muestra la imagen–, nacieron las primeras ilusiones toreras del niño Manuel Rodríguez. En su patio, donde destacaban, serias, impresionantes, las cabezas disecadas de los dos astados con que, respectivamente, se hicieron matadores de toros los dos maridos de doña Angustias Sánchez: la de “Salinero”, del duque de Veragua, con el que tomó la alternativa de manos de Mazzantini, Rafael Molina, Lagartijo Chico, el 16 de septiembre de 1900, en Madrid, y la de “Botinero”, de don Esteban Hernández, cedido por Machaquito al padre de Manolete, en la misma plaza, el 15 de septiembre de 1907. En este patio, como decía, bajo las cabezas de estos dos bureles y animado por el silencioso cromatismo de geranios y pilistras, que la imaginación del chiquillo transformaba en público, jugaba al toreo de salón Manolo, acribillando de estocadas hasta la bola al sufrido y aplomado macetón que en él había.

La casa, testigo de sus iniciales triunfos, fue escenario de una etapa importante de la vida de Manolete. De ella salió muchas veces vestido de torero, camino de Los Tejares, para regresar la mayoría de ellas en volandas del grupo de partidarios que, paulatinamente, se fue convirtiendo en multitud a medida que se multiplicaban sus éxitos. Los días de corrida, a la hora de vestirse, Manuel despedía a los allegados y se quedaba solo con Camará y Guillermo, su mozo de espadas. Cumplido el ritual, Manolete se despedía de la familia, y su madre le decía: “Niño, que no te la gane nadie; que tengas mucha suerte, pero que no te la gane nadie.”

A las cuatro y media de la tarde, de este día 26; dos horas antes de iniciarse el paseíllo, ya se ha colgado en taquillas el cartelito de “No hay localidades”. Con esto, quedaban garantizadas dos cosas: la incomodidad de los espectadores –pocas plazas tan incómodas en días de lleno como el asolerado y entonces casi centenario coso de Los Tejares– y un maravilloso e indescriptible ambiente taurino.

Nada más aparecer el rosa y oro de Manolete por el portón de cuadrillas, la plaza se viste de ovación. Junto a él, desfilan Juanito Belmonte y Morenito de Talavera. Cambiada la seda por el percal, los aplausos se reproducen con más fuerza –muy presente está el triunfo de ayer– y Manolete se ve obligado a salir al tercio para saludar montera en mano. Así comenzaba la segunda y última corrida de toros de la feria de Nuestra Señora de la Salud –se cerraría al día siguiente con una novillada–, la más triunfal y memorable de toda la carrera del diestro de La Lagunilla. Si grandioso fue el éxito de la víspera, tanto o más lo es el de esta tarde, al que realza haberse logrado con una dura y bien presentada corrida –varios toros pasaron de los 300 kilos en canal– de don Luis Ramos Paul, procedente de Villamarta.

En aquellos momentos, Manolete está en unas cotas de esplendor que, a la madurez de su toreo profundo, une la fiebre en carne viva de buscar triunfos; una calentura que tira de su extraordinario pundonor para lograrlos cuando los toros no se lo ponen fácil. Así ocurre con el primero de su lote, un negro bragado, de nombre “Colorado” y numerado con el 30; de cabeza cornalona y descompuesta embestida, capaz de tirar cien hachazos por minuto. Con tales mimbres, el público espera un breve y eficaz aliño y una estocada de trámite y se encuentra con el regalo impagable de una insólita faena, de sorprendente quietud, que le vale al torero cordobés la primera oreja de su tarde. Una faena como esa, además de aguante, precisaba de mando y de dominio, facetas lidiadoras que el Manolete de ese año 1944 ya había adquirido en tan alto grado como su empaque, su elegancia y su verticalidad de eximio muletero y artífice del pase natural… Amén de su paradigmática e innata vergüenza torera, que no se nos olvide.

Su cátedra de estoicismo manifiesta su excepcionalidad con el toro quinto –“Corregido”, número 94, negro–, cuya faena, sin entrar a comparar si es más o menos grandiosa que la realizada el día anterior a “Presidiario”, le vale otro triunfo de clamor premiado también con las dos orejas y el rabo del burel. Así abrocha Manolete su feria de Córdoba. Con el bueno y con el difícil, el nuevo Califa del toreo ha seguido mostrándose inmenso, enorme, colosal. Parco en movimientos y elocuente en su arte, sembrado el ruedo de sombreros, enterrado materialmente en flores y vivas de sus paisanos, Manolo siente la idolatría de la ferviente afición cordobesa, de cuyo apasionamiento busca librarse solicitando la protección de la Policía Armada –como muestra la foto– para evitarse el “palizón” de ser sacado en hombros.

Nadie podía imaginar entonces que Manolete acababa de torear su última corrida de toros en Córdoba –cruzaría una vez más su ruedo, el 3 de diciembre de ese mismo año, pero para intervenir en el festival a beneficio de su querido Regimiento de Artillería 42–, pese a quedarle todavía tres años largos de vida y actividad taurina.

En la feria cordobesa de 1945, Manolete volvería a estar anunciado dos tardes: el 25 de mayo, con Carlos Arruza y Luis Miguel y astados de A.P., y el 26, con Pepe Luis Vázquez y Carlos Arruza y ganado de Ramos Paul. Sin embargo, el diestro cordobés no torearía en ellas, siendo sustituido por Pepín Martín Vázquez, en la primera, y por El Andaluz, en la segunda. Se pretextó su caída de los carteles con la lesión en un pie ocasionada por un toro de Curro Chica, al que cortó el rabo, en la última de las cuatro corridas que toreó en mayo –día 21– en Barcelona; pero la realidad fue, según manifiesta José Luis de Córdoba en su libro Manolete en el recuerdo, que no toreó por desavenencias con el empresario de Los Tejares, el valenciano don José Escriche. En 1946, no lo hizo porque sólo toreó una corrida en España: la de Beneficencia de septiembre en Madrid, y en 1947, su temporada no comenzó hasta el 22 de junio en Barcelona; esto es: después de que hubiese pasado la feria cordobesa. Cierto es que Manolete regresó a España en el mes de marzo y tenía casi dos meses para prepararse y llegar a punto a la Feria de la Salud, pero también lo es que Manolo no sentía demasiada apetencia por torear en su tierra, donde en muchas ocasiones había sufrido desaires y hasta graves insultos en el terreno personal –cosa que no podía tolerar un hombre honorable y sensible como Manuel Rodríguez–, de los desalmados detractores a los que se les hacía insufrible su éxito.

Ante este “abandono” y demostrando lo fácil que es pasar de la adoración a la inquina, Córdoba se comportaría como una hembra celosa y despechada, y muchos aficionados cordobeses no se lo perdonarían nunca; así los que fueron a Linares, a su última corrida, para meterse con él. Aquella temporada, la afición taurina tenía por moda –orquestada desde ciertos intereses– criticar a Manolete y ponerlo contra las cuerdas con exigencias de todo punto exageradas. Levantar ídolos para luego derribarlos es deporte común al hombre en toda la historia de la humanidad y al Califa de Córdoba le había llegado el momento de la crucifixión. Después, una vez Manolete de cuerpo presente, comenzaría el del arrepentimiento. Pero ya nada tenía remedio. Culminado su luminoso tránsito de la nada a la nada, Manolete, atribulado en vida por tantas incomprensiones y desgarros, supo, como torero, como insigne figura del toreo, acopiar fama para codearse con los héroes y labrarse una historia que lo instalara en la inmortalidad.

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