Sevilla en Feria.

Artículo de Santi Ortiz

Drástico cambio de escenario. Por la estela que dejaron las saetas, irrumpen, alegres y vitales, las sevillanas. El rítmico andar cofrade y costalero estalla en el hipnótico revuelo de volantes de los trajes de faralaes. La mantilla procesional cede el sitio al ornamento de la flor en el pelo. La gravedad de la marcha doliente diluye sus ecos en la luminosa alacridad de las guitarras, palmas y palillos. El incienso se recoge contrito dejando los aires a merced de los mil y un perfumes de la florecida primavera. El paisaje de cirios y capiruchos ha transmutado en farolillos y casetas… ¡Sevilla en feria!

Mañana en el Real. Paseo de caballos. Reminiscencias de un ambiente campero y señorial; ala ancha en el sombrero, la chaquetilla corta, los zahones, la rienda y el estribo, la doma que adorna los andares del hermoso caballo de arqueado y noble cuello y poderosas ancas. En la grupera, la gentil amazona o unos ojos de arabia vestidos de gitana. Coches y carruajes enjaezados al madroñero compás del artístico braceo de los equinos que componen el tronco que los mueven. Estampas que nos traen efluvios de marisma, de garrochas, de voces, cencerreo de cabestros y reburdeo de toros con la sangre caliente. Estampas que remontan los tiempos y se ensotan, nostálgicas, en la Venta Vieja de Eritaña, en la dehesa de Tablada o en la más próxima en calendarios de la Venta de Antequera, escaparates todas que fueron, buscando que la afición pudiera contemplar los toros escogidos para hollar el albero maestrante: inmenso honor ganadero y suma aspiración de toda divisa que se precie.

Una brisa de sol curte los rostros. Almuerzo en las casetas. El catavino escancia manzanilla o vino fino diluyendo inhibiciones y distancias y volviéndolo todo más fraternal y próximo. Copeo y conversación, chascarrillos y anécdotas. La animación que sube decibelios y deja aparcados los problemas afuera. La sonrisa del baile florece por doquier. Taquitos de tortilla de patatas, lonchas de jamón, queso, caña de lomo, opúsculos gastronómicos para que las papilas vayan entrando en caja. Se agasaja y se atiende a los amigos. To er mundo es güeno. Hasta er Lorenso, que pega puñaladas con sus rayos severos, tal vez molesto porque no lo dejen entrar en las casetas a gozar de esos momentos de umbrío recogimiento donde tan sólo quedan los cabales y todo, desde la copa a la conversación, se paladea mejor. A una determinada hora, el Real se nos despuebla un tanto. Es el momento en que los aficionados se dirigen a la plaza de toros para ver la corrida.

La feria entonces cambia de ubicación. Cruza el Guadalquivir, saluda a la Giralda, esa madre de artistas, molde de fundir toreros, que cantara Villalón en sus Romances del 800, y se emboba contemplando la belleza de una plaza única: la de la Real Maestranza de Caballería. Una plaza que, junto a la de Ronda, puede presumir de dar testimonio de toda la historia del toreo a pie. Una plaza que, siendo tan vetusta, renace cada año por abril para mostrarse como una mocita pimpante y casadera capaz de enamorar a todo aquel que se asome a su rostro. No hay cal más blanca y luminosa que la de su fachada. Ni un charol más brillante que el de sus rejas y cancelas. Ni oro más albero que el de su añejo ruedo. Ni almagre más clavel que sus barreras. Un piropo de azahares la perfuma y es toda ella puro estreno al comienzo de cada temporada. No pasan los años por su aspecto, aunque su alma es un archivo sin fondo donde se acunan hazañas, lutos, triunfos, sangre, valor, casta y bravura. Todo el pulso del toreo de todos los tiempos ha sido registrado por sus sabias pupilas y su capote de historia desplegó su magia para ceñir en sus lances toda la evolución del toreo, desde Costillares a este Tomás Rufo que habrá de debutar en su prodigio el próximo 2 de mayo.

Cartelería taurina. Feria de Abril. Sevilla convertida en Meca del toreo. Todas las grandes figuras de todas las épocas acudieron a ella a dar y recibir categoría. Quedarse fuera de su programación, siempre fue como ser condenado al ostracismo. Y no ha habido, hay o habrá montera aspirante a la gloria que no abrigue el sueño de hacer el paseíllo en La Maestranza en una tarde cabal de farolillos. Es como una historia interminable, que pasa a través de los años, de las décadas, de los siglos, sin que el aficionado se canse nunca de escucharla. La contaron Cúchares y El Chiclanero, El Tato y El Gordito, Lagartijo y Frascuelo, Espartero y el Guerra, Bombita y Machaquito, Joselito y Belmonte, Varelito y Chicuelo, Cagancho y Curro Puya, Manolo Bienvenida y Domingo Ortega, Pascual Márquez y Torerito de Triana, Manolete y Pepe Luis, el Estudiante y el Andaluz, Pepín Martín Vázquez y El Choni, Luis Miguel y Manolo González, Aparicio y Litri, Antonio Ordóñez y Manolo Vázquez, Mondeño y Diego Puerta, Curro y Paco Camino, El Cordobés y El Viti, Paquirri y Manzanares, Ojeda y Espartaco, y así el largo rosario que continúa contándola hasta hoy.

Mantillas y claveles por la Puerta del Príncipe. Plaza llena, atestada de cegadora policromía. Arranca el pasodoble. Paseo de cuadrillas. Entre el oro y la seda, arde la tarde. Esa luz de Sevilla vuelta espejo de jazmín y añejos alamares, contempla sus andares en el albero de gloria donde la muerte es vida. Cambiado el capote de seda por el percal de brega, dejan oír su voz clarines sin timbales. Un escalofrío de historia conmueve los tendidos. Juega el pasado sus naipes de leyenda, mientras el presente contempla sus cartas en impaciente espera. De la oscura boca del chiquero, salta el campo a la plaza. Un toro de esos que crecieron bebiendo la libertad del aire en las feraces vegas del Guadalquivir, o junto a la garrocha de espejismo de la inmensa marisma, o en la suave ondulación de los encinares salmantinos, o en las dehesas que surte Extremadura, atrae sobre su poderosa mole la pregunta de todas las miradas. Con él, llega el misterio, la inquietud, el aleteo inconcreto de la muerte. Un hombre, de valor revestido, le sale a los encuentros. Embiste la bravura. La burla la osadía alegre del capote. Y así comienza, por enésima vez, el enigma impenetrable del toreo, con su empaque, su rumbo, su alarde, su majeza y sus brazos abiertos para acoger los duendes del arte más dramático.

El rito y la liturgia de la tauromaquia toman en este templo una peculiar fisonomía. La Maestranza es plaza de solera, con una sensibilidad muy aguzada, que disfruta del toreo de filigrana; donde la voz del silencio gusta hacerse presente cuajada de matices: el silencio que demandan los ojos para mejor apreciar; el silencio de la indiferencia, que hiere el alma torera con su ácido mordisco; el de la expectación; el del examen, cuando el sanedrín de su perenne cátedra “espera” inflexible a un torero; esto es: cuando lo examina con lupas y calibres antes de decidirse a darle el visto bueno. Delicada lupa la suya, también utilizada para apreciar esos detalles de la lidia captados tan sólo por los paladares más finos y exquisitos. Sevilla es partidaria del equilibrio, la solemnidad y la armonía. Late en ella un sibaritismo a veces glorificador, a veces destructivo. La Maestranza es una plaza que sabe colorear las tardes grises ora con ingenio, ora con ironía, y casi siempre con su mijita de guasa. Todo ello le confiere una personalidad única, a la que pone vida una afición exigente y sabia, aunque hoy venida a menos, que cuida las esencias y se acomoda en la elegancia de la naturalidad y la gracia.

Declina la tarde. Las luces de Triana tiritan bañándose en el río. El sol del ocaso extrae guiños de cobre de los azulejos que coronan el tejadillo de La Maestranza. Nubla la mirada del último toro, la acerada sombra del estoque. Cascabelean las mulillas, inquietas, barruntando el inminente arrastre. El milagro clausura su capítulo. La plaza se vacía. Frío de sombra y de luna, el removido albero remansa evocaciones de la lucha pasada. Silencio. Y como columpiándose en el tiempo, vuelve a cobrar vigencia el verso pemaniano: “En el redondel/ inmóvil, triste, callado,/ un abanico olvidado/ y un clavel…” Esta soledad empapada de historia de la plaza silente, contrasta con el bullicio que anima de tertulias sus alrededores. La afición analiza, sentencia, pontifica. Unos sacan los látigos, otros arrojan flores. Los más ecuánimes sitúan en la balanza las luces y las sombras de la tarde torera. Es la estela que prolonga la efímera verdad de la corrida y retarda el retorno a la feria, porque se sabe que en el Real el estrépito alcanza por entonces su máximo volumen. Música a todo tren que amordaza el placer de las conversaciones e impide hablar de toros o cualquier otra cosa. Ya habrá tiempo más a la madrugada de contarles a los amigos que no fueron, las peripecias de la tarde de toros o de buscar algún refugio al que no alcancen ruidos y sevillanas y se pueda degustar, junto a una copita de buen vino, los sonidos negros del cante jondo.

Sevilla en feria. En su Feria de Abril. Solera del toreo. Primer termómetro importante para pulsar la temperatura de la temporada. Sobre el amontillado palenque de su albero, descifrarán sus sueños los hombres de montera y los de garrocha y cerrado, adentrándolos por las veredas de la mentira o la verdad. Ha llegado el tiempo de hacer camino al andar. El momento que se va, no vuelve. Y cuando el tradicional epílogo miureño eche las persianas de la feria, todo habrá quedado, una vez más, visto para sentencia.

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