Apuntes sobre la selección natural del Toreo, Parte (II).

Artículo de Santi Ortiz.

Los orígenes del toreo a pie descansan en lo oscuro, en lo recóndito, agazapados bajo los densos grumos de la niebla del tiempo. A Francisco Romero, chulo de los maestrantes de Ronda y tronco fundador de una dinastía de toreros que encontraría en su nieto Pedro su más afamado exponente, le atribuyen, en lo que considero un exceso de precisión histórica, la creación de la muleta: trozo de tela en forma de sector circular con un ojete abierto en ella, por el que se introduce el pincho de hierro sito en uno de los extremos de un palillo, una estaquilla –de ahí lo de estaquillador–, sobre el que se monta el trapo con la ayuda del cáncamo situado en el otro extremo del palo.

La muleta vino para quedarse y fue, desde el primer momento, inseparable compañera del estoque como herramienta subalterna e inestimable ayuda para la suerte suprema. En aquellos inicios, la suerte de matar se componía de dos partes: la preparación y la estocada, y para la primera era imprescindible el auxilio de la muleta. También para la segunda, pues venía a ser el señuelo que traía al toro hacia la muerte, en la suerte de recibir, o fijaba la atención bovina, resguardando al torero, en la del volapié.

La metamorfosis que transforma la muleta de utensilio de apoyo en instrumento de arte, consignando el progresivo protagonismo adquirido por ésta a lo largo del tiempo, es el mejor espejo para reflejar la evolución experimentada por el arte de la lidia a medida que el centro de gravedad de la corrida se vino desplazando del primer tercio al último. De mero complemento de ayuda a la estocada, la muleta ha pasado a ser la oración principal de la sintaxis taurina. Hogaño el éxito torero es imposible si el toro no se cuajó con la muleta. Y aunque la estocada siga constituyendo el obligado colofón de la lidia, todo se hace hoy buscando que el toro llegue al último tercio en condiciones óptimas, pues es en la faena de muleta donde dejan los toros las orejas en manos del torero, aunque, a veces, el yerro a espadas las devuelva a su sitio.

Situados en el inicio de esta historia, ni siquiera contamos con una mínima cantidad de suertes muleteras que nos permitan hablar con rigor de “faena”. En 1796, cuando aparece La Tauromaquia, de Pepe-Illo, sólo constan en ella dos tipos de pases de muleta: el natural o regular, y el pase de pecho. Ambos se dan entonces exclusivamente con la mano izquierda, ya que aún no se ha iniciado el tomar el trapo con la diestra ayudándose del estoque. Cuarenta años más tarde, cuando ve la luz el Arte de Torear, de Francisco Montes, Paquiro, estamos poco más o menos en el mismo kilómetro en lo que al último tercio se refiere, pese al mucho tiempo transcurrido, pues, la única diferencia respecto a lo anterior es que el pase natural puede darse por alto o por bajo y que ya se contempla el pase regular con la derecha. Avanzamos otros sesenta años y nos situamos en 1896, que es cuando se da a la imprenta La Tauromaquia, de Guerrita. En ella, se especifican siete pases más de los ya mencionados: el redondo, el pase por alto, el de telón, el molinete, el de frente, el cambio y el ayudado; exigua ampliación para tan dilatado periodo de tiempo. Sin embargo, en su transcurso ocurren cosas notables. La más destacada se debe a Curro Cúchares, que es el primero en sacar la muleta de la calle de La Estocada, donde había nacido y vivido hasta entonces, para que juegue con el toro sin otra pretensión que el gozar del alarde o de la fantasía creadora. Por vez primera, la muleta disfruta del toreo, sin encaminar sus acciones a la preparación de la estocada. De ahí, que la crítica de su tiempo califique a su muleta de “única en su género” y al diestro de “inimitable” al manejarla. De ahí proviene el Arte de Cúchares, sinécdoque antonomástica del arte de la lidia, vigente hasta el día de hoy. Esta original vistosidad de Cúchares en los pases, cambios y juguetes de muleta, le confirió una personalidad de la que carecían sus coletas contemporáneas, aunque hubiera quien renegara radicalmente de ella, como su más enconado rival, José Redondo, El Chiclanero, que despreciaba el toreo de Cúchares afirmando de éste que “jasía títeres”.

No obstante las esporádicas excursiones de la muleta fuera de la calle de La Estocada, este trebejo siguió sin alejarse de ella cumpliendo su papel propedéutico para la muerte del toro. Tanto es así que, salvo excepciones, en las crónicas de las corridas celebradas en tiempos de Cúchares, se pasaba directamente de la relación de pares de banderillas a la suerte suprema sin que se hiciera mención alguna a lo realizado por el torero con la roja pañosa.

Ciñéndonos exclusivamente a lo que a la muleta se refiere, hubo toreros que, saliéndose del guion establecido desde un principio, aportaron novedades que irían acercando el toreo de muleta a la muy lejana todavía época actual. La selección cultural del toreo destaca entre ellos a Cayetano Sanz, en torno a cuya cintura la embestida y el toreo curvaron su cerrada trayectoria; una cintura que en Lagartijo se cimbrea y acompasa el viaje bovino para perfumar la plaza de elegancia, perfume que estalla en fantasía junto a la inspiración de un artista genial: Rafael el Gallo. Es la suya una muleta nueva, distinta, creativa, que hace de los adornos su cimiento más deslumbrante, cuando la inspiración y el toreo, cogidos del brazo, se van con él de farra a pasárselo bien. Pero, aunque hayamos traspasado con el hijo de Fernando el Gallo el umbral del siglo XX, no se nos puede quedar atrás la contribución selectiva de un torero tan singular como único: Manuel García, El Espartero.

Fue la suya, la muleta más chica, la más corneada de la historia hasta entonces y la más valiente; también la más heterodoxa por el terreno que pisaba y por la mucha afición que mostró El Espartero a torear con ella. Este es un dato que se puede cuantificar en una época donde el toreo seguía siendo de horario y minutero y las faenas continuaban instaladas en una estricta brevedad, que él transgredió. Fíjense que en la última temporada que toreó Cúchares en Madrid –1868–, en cuatro toros dio 33 pases de muleta, lo que hace un promedio de unos ocho pases por toro, mientras que Frascuelo, que estoqueó 38 astados, a los que dio 420 pases con la pañosa, tiene una faena promedio de 11 pases. En la temporada donde Espartero encontró la muerte –1894–, en seis corridas toreadas por el mozo de la Alfalfa en Madrid salió a un promedio de 17 pases por toro, aunque hubo faenas de 31 pases. Esta afición por el toreo de muleta hay que traducirla en una multiplicación del riesgo, en una mayor continuidad en la exposición de su valor ante las astas del toro. Como de él decía Ricardo Torres, Bombita, al tercer pase le estaba dando el pecho al burel. Nadie hasta entonces había sabido, como El Espartero, desengañar a los toros a fuerza de heroísmo. Al final, como le ocurriría más tarde a Antonio Montes, sus deslumbrantes relámpagos de futuro quedaron archivados en la oscuridad del fichero de intentos fallidos, una vez que el “Perdigón”, de Miura, y el “Matajacas”, de Tepeyahualco, segaran las vidas de uno y otro diestro.

Sin embargo, sería a principios de la segunda década del siglo XX cuando sobrevendría el mayor cataclismo que habría de convulsionar la fiesta de los toros; un terremoto que fracturaría en dos la historia del toreo, provocando una falla que delimitaría un antes y un después en el devenir de la tauromaquia; el único terremoto con nombre propio: Juan Belmonte.

Juan convierte el toreo en una gimnasia espiritual, en una fuerza poética interior que se vale del toro y de la lidia para manifestarse; una fuerza capaz de conferirle un puesto de honor al sentimiento donde antes sólo campaban el valor y la técnica. Con su concepto apasionado de la lidia, Belmonte hace aflorar en el espíritu colectivo del tendido el misterio, la fatalidad y el heroísmo que laten en el subsuelo de la vida del hombre. Y lo consigue a través de una herramienta espiritual sin parangón en el pasado: el TEMPLE.

Previo a todo esto, es preciso señalar que Belmonte asienta su revolución en un toreo de brazos, olvidado de las piernas. Esto supone una radical transgresión del principio rector que preside el territorio por donde viene deambulando el toreo desde sus inicios, el de: o te quitas tú, o te quita el toro. Belmonte, sin embargo, viene empeñado en demostrar –cosa que acabará logrando– que ni se quita él ni el toro lo quita.

Esta quietud es el cimiento sobre el que se levanta la nueva tauromaquia. Con ella, Belmonte es el primero que yergue el toreo. La lidia sobre las piernas de la etapa anterior obliga a torear con éstas flexionadas y, como consecuencia, con el cuerpo encorvado. La quietud de zapatillas que el trianero impone convierte las piernas en columnas de corvas encajadas que prestan soporte a una cintura con mayor libertad de movimiento para que sobre ella se ice el torso, gallardo y resuelto como nunca antes. Pero, sin duda, el temple es su invento más preciado. Con él dota de un sentido espacio-temporal al toreo –y en particular, al de muleta, que es el que aquí estamos tratando– que no podía darle el brusco manejo del engaño en vigor hasta su llegada. Cuando Juan consigue acoplarse con un toro y el arte brota como un descubrimiento, el temple alarga la embestida, suaviza la aspereza, conduce al toro en pos de los engaños y armoniza el ciego instinto de la animalidad y la voluntad creadora del hombre. Lo que hasta ahí había sido un instante, se convierte en una perceptible secuencia, de suerte que, al dilatar el espacio del toreo conduciendo al toro detrás de los engaños una mayor distancia y mayor tiempo, el temple da lugar a algo completamente nuevo: que el torero se recree en su creación, que se sienta toreando; algo que a su vez le faculta para percibir cómo el toreo hunde sus raíces en los sustratos más profundos de la emotividad. Con el temple el toreo culmina su luminoso tránsito de la épica a la lírica.

Con esta nueva forma de sentir el toreo, de trasladar este sentimiento a los tendidos, Belmonte libera a la muleta de su condición subalterna del estoque. Tan intensa es la emoción que tal deleite brinda, que el público comienza a desviar su atención hacia el toreo en sí mismo, hacia la ejecución de cada suerte, dejando al margen lo que hasta entonces había venido siendo la función principal de la muleta: su rango preparatorio para la estocada. La suerte suprema comienza a dejar de serlo, porque el público ha trasvasado su atención e interés hacia el sentimiento que el torero transmite en cada pase. Así hay que entender el hecho ocurrido en la corrida de Beneficencia de 1915, en Madrid –su primera oreja en la Corte–, cuando al verle montar la espada, el público grita a Juan para que no se tire a matar porque lo que desea es seguir viéndolo torear. Eso no había ocurrido nunca antes con torero alguno y es una prueba irrefutable de cómo el toreo belmontino había sido capaz de superar en protagonismo al estoque de muerte. Las faenas de muleta seguirán siendo breves, porque Juan es un torero corto, aunque de una profundidad insólita hasta entonces; pero el toreo ya nunca volvería a ser igual al de antes de su irrupción.

Digresión: si en el anterior artículo hablábamos de la evolución de la bravura, en éste hemos iniciado cómo ha evolucionado el toreo, a partir de la que ha venido experimentando el último tercio de la lidia. En mi opinión, si bien toda la lidia en su conjunto ha ido cambiando a lo largo del tiempo, nada narra mejor la continuada acción de la selección cultural en el toreo que la trayectoria seguida por la faena de muleta desde finales del siglo XVIII hasta el presente; pero para llegar a él aún nos queda camino. Seguiremos avanzando.

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