La paralización del sector taurino

Cada vez me cuesta más trabajo mantener la calma e impedir que la indignación desborde los puntos de mi pluma.

Lo que el Gobierno de España, su ministro de Cultura y los directores provinciales del SEPE (Servicio Estatal de Empleo Público) están perpetrando contra el toreo a consecuencia de la pandemia del COVID-19, que ha mantenido y todavía mantiene paralizado al sector, llega a unos extremos absolutamente intolerables.

Ahora resulta que, aunque la ley 17/2020 ampare “a los artistas  en espectáculos públicos que, como consecuencia de la crisis sanitaria originada por el COVID-19, no puedan continuar prestando servicios por el cierre de los locales o instalaciones donde desarrollan su actividad”, los toreros –¡Oh, maravilla!– no están incluidos en dicha ley.

Asómbrense: después de siglos de historia, de décadas recibiendo medallas al mérito de las bellas artes y de estar encuadrados dentro del Ministerio de Cultura, a alguno de los rábulas, nulidades y beatos, que tanto abundan en la camarilla de burguesitos progres que infestan el Gobierno, se le ha ocurrido la feliz idea de que los toreros no son artistas y, por tanto, no están incluidos en la normativa que regula las medidas de apoyo al Sector Cultural. Da igual que el inepto ministro Uribes hace poco manifestara lo contrario; al fin y al cabo, acostumbrados como estamos a que la mentira sea el pan de cada día de nuestros políticos, una más qué importa.

Sin embargo, importa y mucho. Si ante los atropellos que estamos sufriendo, no emprendemos de una vez por todas la vía judicial y denunciamos las continuas prevaricaciones de que somos objeto y cuya única finalidad es acabar como sea con la fiesta de los toros, bien podemos asegurar que hemos perdido esta guerra y los abolicionistas se habrán salido con la suya. No cabe ya la tibieza ni la espera ni el presuponer la “buena voluntad” del contrario. No podemos conformarnos con “hacernos visibles” en los paseos que ha sacado al toreo a las calles de España. Se necesita de una acción contundente que siente en el banquillo (aunque sea eufemísticamente) a quienes corresponda, por muy altos cargos que tengan.

Las leyes están para cumplirlas no para hacer con ellas encaje de bolillos a la medida de los intereses de los déspotas que nos desprecian. Y las leyes están de nuestro lado, por más que ahora quieran meternos la de Bienestar Animal, que, si ha dicho Uribes, no afectará al toreo, tengamos por seguro que será todo lo contrario.

A este respecto, no deja de sorprenderme, la cantidad de filósofos, políticos, intelectuales y otras hierbas que andan cuestionando el papel del toreo en el mundo: que si es cultura o no, que si es arte o no, que si debían de ilegalizarlo o no, y no hacen nada parecido con la imposición animalista que se nos ha venido encima.

Por ejemplo, brilla por su ausencia el cuestionamiento de esa aberración intelectual que es el derecho de los animales. ¿Cómo se puede dotar de derechos a seres que no son responsables de sus actos? ¿Cómo se puede privilegiar con derechos a un colectivo que no tiene deberes? Además, ¿qué perversión es esa que saca al Derecho de su campo de aplicación, que no es otro que el de las personas? Y los animales, por mucho que les pese a los beatos –hoy llamados “buenistas”–, distan infinitamente de alcanzar ese grado.

Tengamos en cuenta que el hombre es, muy por encima de un ente biológico, un ser histórico. Y es precisamente en ese continente conquistado que lo sitúa más allá de la selección natural, en ese terreno específicamente humano de la materia culta, donde se instala y se hace posible el comportamiento moral y, como consecuencia, el jurídico donde se desarrollan y declaran los derechos y deberes dentro –y no fuera como algo absoluto– del devenir histórico.

Por tanto, el comportamiento moral –y el jurídico– sólo tiene sentido dentro de esa segunda naturaleza que el hombre levanta sobre su naturaleza biológica: de esa segunda naturaleza que ningún animal, excepto él, posee. Esto es: la moral, su sustento teórico que es la ética, y el derecho, se  ubican, pues, fuera del mundo biológico en que el animal se encuadra. Aplicar, por tanto, el ámbito del derecho a los animales es absurdo, y su intento requiere, al menos, una argumentación mucho más sólida y convincente que la simple extrapolación igualitaria que los adalides del animalismo utilizan en base a una capacidad de “sufrimiento” común o que todos somos “seres sintientes”.

Bien distinto es que, como humanos, tengamos obligaciones para con ellos; obligaciones que se establecerán a partir de lo que cada especie es y se concretarán según lo que cada una de ellas es para nosotros. Es obvio que nuestras obligaciones con un animal de compañía no son las mismas que con un animal de producción u otro salvaje. Y todas éstas, diferentes a la que hemos de tener con el toro de lidia, que no encaja en ninguna de las tres categorías anteriores, pues, siendo obvio que no es un animal de compañía, tampoco puede encuadrarse como un animal doméstico de producción ni totalmente salvaje. Hasta en esto el toro requiere un tratamiento específico.

 Y eso implica conocer; pero para conocer hay que pensar y reflexionar sobre el objeto de estudio, y no están los tiempos para esos menesteres. Es más cómodo dejarse llevar por las consignas que impongan las redes sociales, acatarlas como propias y librarnos así de la tarea de “darle vueltas al coco”, que eso da dolor de cabeza.

También infantiliza, pero, ¿no es bonito soñar con los cuentos? Así es ese mundo idílico de la “igualdad animal” que nos venden los animalistas, donde viven como hermanos los galgos y las liebres, los conejos y los hurones, los lobos y los corderos, las zorras y las gallinas. No importa que sea absolutamente incompatible con el mundo real o que la vida sea jerarquía y desigualdad. La vida mata a la vida para sobrevivir y eso no va a evitarlo la simplonería animalista, pero ellos y la industria de mascotas que los alimenta seguirán con sus mentiras para que los tontos continúen soñando y haciéndoles el juego.

 Y de paso, seguir haciendo plena demostración del inevitable consorcio entre la ignorancia y la osadía con que se atreven –pertinaces mentiras y difamaciones– a atacar al toreo, o a la caza y la pesca, sin reparar que, junto a la agricultura y la ganadería, complementan éstas los medios de alimentación de la grey humana y, además –¡ojo al dato, ecologistas de salón!– frenan en su propagación a las especies abundantes y acotan el espacio de crecimiento de las bestias dañinas.

Esa asociación de animalistas y políticos progres –que no de izquierdas, por más que presuman– es a la que hay que plantar cara y darles batalla sin cuartel. A los primeros, porque en su fanatismo son más dañinos que el coronavirus, y peligrosos –que se lo pregunten si no a la cantante jiennense Inma Vilchez, amenazada de muerte hace unos días por estos rufianes, descontentos con las letras de algunas de sus canciones–, y a los segundos, porque, ya sin tapujos, se empecinan en su labor de erradicar los toros de la faz de la Tierra. Son nuestros enemigos y como tal hay que tratarlos. Dejémonos de paños calientes y vamos a combatirlos en todos los frentes. O se gana o se pierde.

No nos queda otra.

Artículo de Santi Ortiz

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