Tomás Rufo, del anonimato a la Gloria.

Cuando se dirigía a la plaza, recorrió la calle Iris, atestada de gente y nadie lo vio. Era invisible, un duende que camina, mientras todas las miradas del gentío se enfocaban esperando la llegada de Roca Rey, con quien querían fotografiarse y al que buscaban manosear y besar y desear suerte. Nadie reparó en él, pese a ir vestido de oro. El gran público no lo conocía y eso le libró de la incomodidad de la fama. Pero no se preocupen, que la Fama y Tomás Rufo tienen un largo idilio por delante.

Ya lo inició ayer mismo, porque al término de su actuación no volvió sobre los pasos de su anonimato, sino que en volandas, cruzó, mecido por los gritos de ¡Torero! ¡Torero!, la puerta sagrada del Príncipe, quizá la más deseada e inalcanzable del toreo. Entre tanto, en una tarde de lluvia y albero haciendo fango, el orgullo de pasear en sus manos tres orejas de dos buenos toros de Victoriano del Río, el milagro, siempre renovado, de mostrar a la gente el horizonte más actual del toreo moderno; es decir: de aquel que hace más de un siglo creara Juan Belmonte, y un volapié sin puntilla que, a buen seguro, contará entre los elegidos a mejor estocada de la Feria.

Entre sus logros más meritorios, Rufo consiguió ayer devolver el silencio a La Maestranza; no el de la expectación ni el de la indiferencia, sino el del recogimiento y la concentración, el de tener que racionalizar lo que se estaba desarrollando ante sus ojos: un toreo que se había infiltrado por entre las circunvoluciones sentimentales del cerebro de los espectadores reclamando ser descifrado. Es cierto que el toreo de Rufo apela al intimismo, a la reflexión que debe abrirse paso entre el asombro, porque es eso lo que genera la magia de su temple y la solemnidad y el sosiego con que se conduce por la plaza. No necesita de frivolidades ni de histrionismos trasnochados para llenar el escenario del ruedo con su sola presencia. Señalé en una ocasión que Rufo pertenece a la orden del temple al tiempo que a la escuela estoica, y en Sevilla volvió a ponerlas de manifiesto para sorpresa y gozo de la afición maestrante.

Su temple merece párrafo aparte, porque el grado de lentitud y limpieza en lances y muletazos que Tomás Rufo alcanzó ante la pastueña clase de “Jaceno» nos sitúa en la rabiosa actualidad evolutiva de aquel temple que inventara Belmonte. ¿Quería el aficionado saber el estado al que ha llegado el temple belmontino? Pues vea lo que hizo Rufo soñando la verónica o durmiéndose en los naturales y redondos y encuentre en ello la respuesta. Lo que, en esa misma plaza, nació una tarde agosteña de 1912 traído por un “majareta” al que habían puesto sello de “carne de toro”, más de un siglo después, por obra y gracia del pulso y sentimiento de un diestro toledano, se nos presenta agigantado en su misterio como un himno glorioso al dominio y triunfo de la sensibilidad del hombre sobre la fuerza bruta de un toro. La semilla que Juan Belmonte plantara en la segunda década del siglo XX ha venido dando frutos hasta llegar al que nos obsequió Rufo para impregnar de aromas de toreo caro –muy caro– hasta los mismos cimientos de coso tan venerable.

Amerita más su incontestable triunfo su poso de torero cuajado, la apostura de su seguridad, la impresión que nos deja de creer sin fisuras en sí mismo. Y todo con tan sólo seis corridas toreadas; prueba evidente de que el aplomo y el llevar algo dentro para decir y decirlo, no es fruto de la experiencia, sino de ese insondable enigma que anida en lo más íntimo de aquellos que han sido elegidos para magnificar el arte del toreo. No obstante, su corto bagaje no puede brillar más luminosamente: Alternativa en Valladolid, cuatro orejas; Talavera de la Reina, cuatro orejas y rabo; Castellón, otros cuatro apéndices y triunfador de la feria; Alba de Tormes, cuatro orejas… Y Sevilla, que diría el poeta.

La Fiesta está de enhorabuena. Ayer, un muchacho toledano de Pepino, puso a hablar de toros a La Giralda, a la Torre del Oro, al Alcázar, al Guadalquivir y a toda la Sevilla taurina. Anoche los toros volvieron al Real de la feria, para ocupar el grueso de las conversaciones. ¡Aleluya! Ahora a Tomás Rufo le espera Madrid y por septiembre volverá a Sevilla. Vayan sacando ya las entradas, porque los rezagados se pueden encontrar una sorpresa, como la que se llevaron ayer aquellos que no le echaron ni cuenta cuando recorría la calle Iris camino del patio de cuadrillas y luego se estaban partiendo las palmas en honor a su toreo de ensueño.

Artículo de Santi Ortiz.

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