Tomás Rufo; la semilla florece

Artículo de Santi Ortiz

Por fas o por nefas, al llegar al sexto, la corrida había tirado hacia los arrabales de las palmas de tango, los pitos, los bocinazos improcedentes y las exigencias estólidas; caldo de cultivo donde las tardes se desploman en el desencanto de la frustración.

Así estaban las cosas, cuando Fernando Sánchez citó para colocar su par de banderillas. Lo hizo con gachonería, dando relajo a su apostura al dejar levemente flexionada la pierna de salida. Permitió que el toro se arrancara primero sin enmendar su quietud y le esperó el tiempo preciso para soplarle un par de poder a poder, cuadrando en la cara y dejando los palos reunidos en lo alto, que se me antoja el mejor de los muchos buenos que se han puesto este San Isidro. Con él, la plaza cambió de rumbo para instalarse de nuevo en la ovación, el entusiasmo y el interés por la corrida. Además, quedaba el último tercio del último capítulo del festejo. Y quien lo estaba brindando desde los medios era Tomás Rufo. Palabras mayores (aunque todavía algunos no lo vean).

A Rufo, el segundo toro de la tarde había estado a punto de rebanarle el pescuezo –sólo le despechugó y le quitó el corbatín–, después de voltearlo a la salida del quite por gaoneras con que vino a dejar sus credenciales de torero dispuesto a no ceder un ápice de terreno a nadie. La Providencia, doña Fortuna y todos los dioses de la mitología unieron sus esfuerzos para que aquel acoso pornográfico de los pitones a su cuello no acabara en una espeluznante tragedia y lo lograron.

Con el tercero de la tarde –único que lucía el hierro de La Ventana del Puerto–, no hubo nada que hacer. Mejor dicho, lo hubo y lo hizo, pero ante las continuas claudicaciones del toro, la plaza se pobló de palmas de tango, improperios al palco y petición de toros, y no echó cuenta de algunas de las notables tandas que consiguió el torero toledano, a destacar una de cuatro derechazos –me cuesta trabajo llamarlos así cuando se ejecutan con el temple exquisito de Rufo– y un pase del desdén de una limpieza y una belleza estremecedoras.

Volvamos, no obstante, al sexto de la tarde; un “Lirón” de sotana negra y 590 kilos de ofensivo trapío, que dejó inédito a Rufo en el toreo de capa. Quisieron los reventadores volver por sus fueros al perder el toro las manos en el remate de los doblones iniciales. Pero el astado no claudicaría más. No lo dejó el temple de Rufo, que encaminó su faena por el pitón derecho del toro, el más potable como luego se vería, sacando de su estuche el artilugio cronométrico que heredó de los templarios. Ya señalé en otra ocasión toda la evolución que ha tenido que experimentar el primigenio temple belmontino para dar a parar en el que nos está mostrando Tomás Rufo. Tiene éste una singularidad característica casi inapreciable a ojos vista dada la sutileza con que la realiza el muchacho. Consiste en que, casi en el momento del embroque, la muleta cambia su sentido de acercamiento y parece detenerse para comenzar a tirar del toro con una velocidad más reducida que cose la embestida a la inaprensible tela con los hilvanes invisibles de la magia. A partir de ahí se obra el milagro: los pases salen limpios, más que adormecidos, sonámbulos, el viaje de la res se alarga y hay un desahogo espacial por el que discurre plácidamente el toreo, pese a lo cerca que se pasa los pitones el torero. Es así como la figura de Rufo se vuelve astral haciendo orbitar al toro por la eclíptica de sus sentimientos mientras la prolongación espaciotemporal de sus pases nos permite recrearnos en el portento de conducir con esa delicada lentitud una masa de casi seiscientos kilos en torno a una tela de tersura infinita.

Fueron sucediéndose las tandas al alza en cuanto ligadas al entusiasmo de los espectadores y éste al toreo más exigente de mano baja cuando Rufo creyó que el toro ya no se caería. Sin embargo, las faenas grandes levitan, se elevan contra las leyes de la gravedad; mas por ello son inestables y cualquier alteración de su armonía y ascenso puede llevarla a que baje de tono y enfríe el ánimo del público. Y eso fue lo que ocurrió cuando el torero de Pepino se echó la muleta a la izquierda, lado por el que el astado era otro. Aun así consiguió algunos naturales extraordinarios, pero no con la debida secuencia para que el punto de vapor de la faena se mantuviera en el tono anterior. Creo que si hubiera obviado el pitón izquierdo y su labor hubiera seguido discurriendo exclusivamente por el derecho, no habría experimentado tal enfriamiento y entonces el premio habría sido mayor; mas no hay que perder de vista que la ética del toreo moderno exige mostrar al público el toro por los dos pitones, aunque sólo sea para demostrarle por dónde el burel no va. Rufo, cabal, cumplió esa norma y pagó su precio.

Hagamos un aparte: mientras en la plaza y ante el toro, Rufo seguía soñando realidades, en el arcón de la memoria, traídos al presente, parpadeaban los recuerdos, los flashes e imágenes evocadas por otro torero grande; un torero cuya ausencia está más presente en la Fiesta que todas las comparecencias de las demás coletas; un torero que desciende hacia su retirada definitiva al tiempo que Rufo asciende hacia el esplendor de su arte. ¿Será este nuevo Tomás el depositario del legado taurómaco de ese otro Tomás que se nos está yendo? Es muy posible. Las huellas de pureza, sobriedad, clasicismo, compromiso, verdad y autenticidad, que nimban aún el toreo de la Estatua de Galapagar, parecen crepitar ya en la incipiente tauromaquia de Tomás Rufo, al igual que el toreo-caricia de José Tomás parece encontrar acomodo de continuidad en la depuración del temple con que ensueña sus telas el diestro de Pepino. Como el tiempo allana toda incertidumbre, pronto comenzaremos a tener pruebas de lo correcto o incorrecto de nuestras intuiciones. Pero, atención, volvamos a la plaza…

Se ha hecho el silencio. La convergencia de todas las miradas es total. Después de buscar la igualada con unos doblones, uno de los cuales olvida la estética del cuerpo para enroscarse mágico en prolongar la curvatura del tiempo y provocar un arrebato de entusiasmo en los tendidos, Rufo se perfila para matar. Lo hace en la suerte contraria. No le veo la cara porque lo cojo de espaldas, pero sí observo el sangriento burbujeo del hoyo de las agujas, casi en el mismo sitio que quedaron las banderillas de Fernando. En corto, Rufo deja caer toda la contundencia de su cuerpo y brazo sobre el morrillo para hundir en lo alto hasta los gavilanes la muerte de su estoque en la muerte del toro. Estoconazo-Rufo podríamos denominarlo, ya que los tiene así incorporados en su repertorio por la alta frecuencia con que los consigue. Y a éste de “Lirón” que lo tengan los jurados en cuenta porque para mí, hasta ahora, es la estocada de la feria. Dobla pronto el toro. El ritual de la lidia ha concluido de nuevo y la vida levanta su mano triunfadora por entre el alarido de entusiasmo que electriza la plaza. Se demanda una oreja. Se concede. Se sigue pidiendo con fuerza la segunda. El palco, en su derecho, no la otorga. Si como dicen una estocada como la de Rufo vale por sí sola la oreja, la faena era más que sobrada para ganarse otra por sí misma y ya tendríamos las dos y la nueva Puerta Grande. Pero yo no quiero medir a este torero por lo bajo. Porque su toreo lo merece, quiero hacerlo desde lo alto, desde la grandeza, desde lo irrefutable. Ya vendrán más puertas grandes. Lo importante es que siga haciendo el toreo que ejecuta, con el valor y el temple con que lo expresa y la verdad que derrocha haciéndolo. Por ese camino y con esa espada, las puertas grandes irán cayendo una tras otra como ha ocurrido hasta ahora. Eso es lo que cuenta. La semilla de un torero grande está floreciendo. Y mi esperanza, con ella.

¡Bendita sea la Fiesta!

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