Una lucha de siglos (parte III).

Artículo de opinión de SANTI ORTIZ.

Aunque en los años veinte se producen cambios en la reglamentación de la Fiesta, destacando con mucho en trascendencia el que nos trae en 1928 la implantación del peto –divisoria que marca un antes y un después en el toreo–, no puede decirse lo mismo en cuanto a las acciones de la taurofobia, que sigue estancada y tozuda machacando en los mismos argumentos decimonónicos o dieciochescos.

Algo similar en cuanto a novedades ocurre con el advenimiento de la República. Como tantas veces se ha dicho, del 13 al 14 de aquel abril de 1931, España se durmió monárquica y despertó republicana, sin que dicho cambio de régimen alterara en absoluto el pulso del toreo. Es más, aquella catarata de entusiasmos, medida en muchedumbres que tomaban las calles, los tranvías, los automóviles, anegándolo todo de esperanzas, de júbilo, de una libertad deslumbradora, como si, de pronto, a los hombres y mujeres de España les hubieran abierto las puertas de un lóbrego presidio interior y salieran como un pulmón inmenso a henchirse con los aires más puros, a sentir en la piel de sus vidas la caricia del sol más luminoso, a llenarse los ojos con los áureos resplandores de la felicidad; aquella inmensidad de voluntades que, por primera vez en muchos años, contemplaba el futuro como una ensoñación llena de primaveras, no tenía tiempo ni lugar para ocuparse de los toros ni de cualquier otra actividad de índole secundaria. España ha cambiado de régimen y en ese cambio centraba su atención. De lo demás no se ocupa, por eso el toreo, con sus luces y sombras, sus aciertos y yerros, continúa el camino de aquella temporada como si tal cosa, dando la bienvenida a la República, cumpliendo con los compromisos que tenía anunciados y celebrando un número de festejos afín al de años anteriores.


Fruto de la trascendencia de estos acontecimientos políticos, del clima revolucionario en que paulatinamente se instala España absorbiendo toda su atención, es el decaimiento del interés de lo que ocurre en las plazas tal como sucede en cualquier otra manifestación artística o deportiva. Además, a esta fijación por las preocupaciones políticas se une el desasosiego de bolsillos vacíos con que la recesión producida por el tsunami económico surgido del crac de la Bolsa de Nueva York, en octubre de 1929, sacude duramente al país dentro del colapso sufrido por la economía capitalista mundial.

Si en esta etapa puede hablarse de crisis en la Fiesta, ésta proviene de que no hay un duro y de que toda la atención de la gente se concentra en los cambios políticos y sus consecuencias; pero nunca de un clima antitaurino que la ponga en peligro. Voces contra la Fiesta hay, como las que demandan del Gobierno roturar; esto es: poner en labranza, las dehesas de bravo, o las que proponen derribar las plazas de toros para levantar en ellas escuelas, como si no hubiera otro sitio para construirlas. Son, sin embargo, voces aisladas exponentes de una nueva corriente antitaurina nacida al calor del nuevo régimen, según la cual, la llegada de la República exige una transformación drástica para construir una España nueva. Y es lógico que así sea en lo que concierne a la modernización de la estructura política, social y administrativa del país; no obstante, hay otras muchas cosas, puramente atávicas, que el pueblo practica, utiliza, siente y cree –los cantes y bailes populares de España, son un ejemplo– a las que no hay necesidad alguna de podar. Son otras cuestiones más profundas y trascendentes las que deben acaparar la atención de los gobernantes. Y esto vale tanto para aquella República, como para el momento presente.

Más enjundia tiene el problema de los nacionalismos, que, con la instauración de la República, toman gran impulso en Cataluña, el País Vasco y Galicia, cuyo intento de separarse de España siempre ha fomentado la abolición de todo lo que fuera tradicionalmente español, en particular, las corridas de toros. Anecdótico, pero no por ello menos significativo, es la decisión de los electores del distrito de la orensana Valdeorras, de llevar a las Cortes a don Tiberio Ávila, único superviviente de las Constituyentes de 1873, que, a sus 88 años, forma junto al artillero y literato José de Navarrete, el director de El Correo, José Ferreras, y Eugenio Noel, el cuarteto de “ases” más furibundo e irreductible detractor de las fiestas taurinas. También el PSOE de aquella época viene a sumarse a la enemiga del taurinismo, pero sin que dicho partido ni el nacionalismo lleguen más allá de encarnar un bastión de amenaza latente.

Durante el lustro republicano, antes de la Guerra Civil, sólo tengo registrados dos actos violentos en contra de los toros, aunque, en rigor, sólo uno puede considerarse estrictamente antitaurino. Ocurrió éste en enero de 1933, cuando elementos extremistas arrojaron en los corrales de la entonces denominada nueva plaza de toros de Madrid –Las Ventas– dos bombas, cuyas explosiones sólo causaron daños materiales de escasa importancia. El otro ocurrió en Málaga, el 11 de marzo del año siguiente, y, más que una acción antitaurina, puede considerarse una represalia contra la persona del matador de toros, entonces rejoneador, Pepe El Algabeño, significado por sus ideas filofascistas –acabaría perteneciendo a la Falange– y que había sido detenido por alinearse a favor de la sublevación del general Sanjurjo en los sucesos de Sevilla de agosto de 1932. Algabeño, rejoneaba esa tarde marceña en La Malagueta, prologando la corrida que lo anunciaba junto a Marcial Lalanda, Victoriano de la Serna y El Estudiante, con reses de Gallardo. Al regresar de la plaza al hotel, cuando llegaban a la altura de La Caleta, cinco pistoleros abrieron fuego sobre el automóvil del torero, hiriendo a éste gravemente de dos balazos. Aunque en esta ocasión salvaría el pellejo, dos años después, sirviendo en el frente como ayudante de Queipo de Llano, un proyectil republicano acabaría con su vida.


Volviendo a 1934, en él regresa a los toros Rafael El Gallo, después de pasar graves penurias económicas en América; vuelve Juan Belmonte, tras siete años alejado de las plazas, ambos de la mano sabia de Pagés, y retorna a los ruedos Ignacio Sánchez Mejías, para contradecir aquella frase suya –“No se muere en la plaza, sino en casa”– con la que quiso justificar su necesidad de volver a vestirse de luces, pues en la plaza de Manzanares encontraría la muerte cuando todavía no se cumplía un mes de su reaparición en Cádiz. Los creyentes de la predestinación dirán que volvió a los toros a cumplir su destino, que lo esperaba en la ciudad manchega. Y verán reforzada su tesis por las azarosas circunstancias que llevaron al torero a Manzanares, ya que ni estaba anunciado en esa corrida ni quería torearla. Tuvo, primero, que producirse el accidente automovilístico de Domingo Ortega, que le hizo causar baja en el cartel, y, luego, que el empresario Domingo Dominguín lograra finalmente convencerlo para que sustituyera al diestro de Borox, ya que en principio, Ignacio se negó a ir alegando el cansancio que supondría para él desplazarse de Huesca –donde había toreado la tarde anterior– a Manzanares y de ésta a Pontevedra, donde estaba anunciado el día siguiente. Al final cedió, produciéndose así la cuadratura de fatalidades que le hizo acudir a la cita inexorable con la Dama de Negro.

Justo en la última corrida que torea Ortega antes de su accidente, un estoque de Belmonte salta al tendido en La Coruña, cuando éste intentaba el descabello, matando a un espectador. Este hecho tan fortuito como luctuoso, hace que la Dirección General de Seguridad tome cartas en el asunto para modificar el estoque de descabellar –entonces era el mismo que el de matar–, convocando una comisión que elegiría el modelo más adecuado entre los que se presentaran. Se probaron 38, de los que se seleccionaron 8 para la prueba, que tuvo lugar el 27 de noviembre del mismo año, siendo elegido el de cruceta, inventado por el diestro Vicente Pastor, que entraría en vigor el 1 de marzo del 36 y es el mismo que hoy día podemos ver en los ruedos.


Fue ésta una de las ocasiones en que el Gobierno de la República legisló sobre la Fiesta. En 1931, tras varias lamentables desgracias, dispuso la prohibición de las capeas, y el año siguiente, dada la proliferación de espontáneos, dictó normas para que quienes se arrojaran al ruedo, amén de la correspondiente multa, no pudieran anunciarse en festejo taurino alguno hasta pasados dos años a partir de la fecha de la infracción. Dicha ley se derogó dos años más tarde, bajo el pretexto de inconstitucionalidad al privar de la libertad del trabajo a los que, sin embargo, sí podían interrumpir el menester de otros, y tornó a ser restablecida –a la fuerza ahorcan–, en mayo de 1936, después de que volviera el aluvión masivo de espontáneos y hubiera que encresponar de luto a más de una familia por dicha causa. También se debe a la República, la modificación de las puyas de picar que tuvo lugar en 1933, así como, en 1935, un intento de reforma del Reglamento taurino, que no se llevaría a efecto.

Como se observa, y al margen de la ideología de cada cual, los distintos gobiernos de la República no adoptaron ninguna beligerancia contra el toreo; antes al contrario, lo favorecieron en lo que creyeron oportuno. Por eso hay que decir que en la España republicana la crisis de la Fiesta no tuvo por causa a los antitaurinos, sino a los propios integrantes de la misma. Ni siquiera los gravísimos sucesos de Asturias en octubre de 1934 impidieron la celebración de las corridas de la Feria del Pilar, aunque el decaimiento del ambiente festivo no fuese el más adecuado para ir a los toros. Por su parte, Balañá se hartó ese lustro de dar toros en Barcelona, cerrando las temporadas del 34 y 35 nada menos que en noviembre y diciembre, respectivamente.


Es cierto que el enrarecido ambiente social, cada vez más crispado, la escasez de dinero, las cuestiones políticas, económicas y financieras y una mayor oferta de ocio con distintos nuevos deportes, el cine y el fútbol, tuvieron su peso contraproducente, pero mayor influencia negativa ejercieron el pleito de la Unión de Criadores de Toros de Lidia, el pugilato entre las distintas asociaciones de profesionales, los vetos, las envidias, los trusts, los conflictos y huelgas de lidiadores y, por último, el pleito con los toreros mexicanos culminado con la ruptura del convenio.

Y a renglón seguido, vendría la guerra.

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