Un torero genial e inclasificable (II).

Artículo de Santi Ortiz.

Me parece obligado advertir, en particular a los ingenuos que irreflexivamente reducen sus inferencias a las reglas de tres, que éstas, ni directas ni inversas, ni simples ni compuestas, dan abasto para, a partir de los hechos narrados en la primera parte de este artículo, confinar dentro de una elemental cuadrícula una personalidad torera –y presumiblemente humana– tan compleja como la de Victoriano de la Serna.

Pretender catalogarlo como un diestro artista y medroso, condicionado irremisiblemente a los favores de un burel boyante, noble y claro, que le permitiera dar cauce a su arte, no acaba de ajustarse a la verdad. Cierto es que, como todo torero de arte, Victoriano necesitaba el concurso de un toro cuya bravura no sólo fuera su enemiga, sino también su colaboradora. Sin embargo, como podremos comprobar, el espada de Sepúlveda no redujo a ese palo su cante por los ruedos.

Es esta la razón de que, en el título, lo tachara yo de inclasificable; pues se me antoja imposible buscarle racional acomodo a quien muchas veces obró presa de una embriaguez espiritual, de una exaltación tan desbocada, que rozó con las yemas de su obra la divina locura del genio creador. Pretender clasificar a Victoriano es tan inútil como intentar definir la inspiración –esa que tantas tardes prendió la deslumbrante llama de sus creaciones únicas– con el mero concurso de la lógica.

Retomando el hilo de los acontecimientos, he de señalar que el 7 de agosto de 1932, en San Sebastián, un toro de Coquilla, que correspondía a Pepe Bienvenida, oficia de alcabalero para cobrarle a La Serna, en un quite, el primer tributo cruento de su carrera. Treinta centímetros de cuerno hundidos en su muslo izquierdo, amén de un puntazo escrotal como propina, firman con puntos de sutura su bautismo de sangre. Así pudo el estudiante de Medicina experimentar en carne propia cómo, en tiempos donde la penicilina todavía no pasaba de ser una línea de investigación, los galenos y practicantes infligían más daño y dolor con sus curas que el toro al meter el pitón.

Las temporadas de 1933 y 1934 componen, sin duda, la época de plenitud de su carrera. Sobre todo, la primera, fructífera para Victoriano en todos los sentidos, pues, además de su incontestable ascensión artística, aprovechó por septiembre la convalecencia de una cornada para superar las asignaturas que le quedaban y así obtener el título de licenciado en Medicina y, por otra parte –4 de diciembre–, cumplir en su pueblo natal, ante la imagen de Nuestra Señora de la Peña, el sueño de llevar al altar a Virginia Ernst, la dama reflejada en el espejo de aquel hotel de Villagarcía de Arosa, que, con su sola visión, logró estremecer el alma sensitiva del torero agitándola con ese alborozo palpitante, ese batir de alas, anunciadores de la certeza del amor cuando pasa.

En lo estrictamente taurino, la geografía de La Serna se expande esa temporada, así como se eleva su categoría y, acorde con ella, su cotización. Se hace un hueco entre las figuras del momento y con ellas se queda. Para muestra, un dato: de no alternar el año anterior ni una sola vez con Domingo Ortega, máxima figura y novedad de entonces, pasa a hacerlo en 20 ocasiones en este 1933 –serán 25 en el siguiente–, de las cuales cuatro los anuncian mano a mano, según acuerdo alcanzado entre Pablo La Serna, hermano del torero y médico como él, que ejerce como su apoderado, y Dominguín padre, mentor de Ortega. De esta topografía competitiva –Pamplona, Valencia, Aranjuez y Barcelona– se irradian hechos muy ilustrativos sobre la complejidad taurómaca del diestro de Sepúlveda.

Decir que en Pamplona, donde tiene lugar el primer “duelo”, es La Serna quien se lleva el gato al agua nada aporta de interés a nuestro análisis, pues no era Victoriano un torero dado a las competencias ni buscaba más victoria en la plaza que la que le brindara el placer de torear conforme a su sentir, dejándose llevar por el indómito potro de la inspiración. Mucho más interesante resulta trasladarnos a Valencia, lugar del segundo mano a mano, para echar una ojeada a su feria de julio.

De las ocho corridas anunciadas –al final, serían nueve, por haber organizado la empresa otra extraordinaria para el día siguiente de su clausura–, La Serna fue contratado en tres, pero acabó toreando cinco: una sustituyendo al herido Vicente Barrera y la otra, la extraordinaria, que supuso el mano a mano con Ortega. En la de su debut –Día de Santiago y tercera de feria–, paseíllo flanqueado por Vicente Barrera y Manolo Bienvenida y “saltillos” de don Félix Moreno en los chiqueros, Victoriano dijo:¡Hágase la luz! Y la plaza vibró irremisiblemente encandilada. Esa tarde, el autodidacta de Sepúlveda desplegó todos los aromas, todos los colores, toda la música de su modo singular de concebir y decir el toreo. Con sus zapatillas asentadas, su temple acusadísimo, la sutil elegancia de su trazo, su indolencia ante el peligro, consiguió sembrar en cada espectador la semilla del asombro, de la admiración, de lo increíble, de lo nunca visto, para más tarde recoger el fruto del entusiasmo, la exaltación, la adhesión fervorosa y el arrebato, que pusieron en sus manos las orejas y el rabo de sus dos enemigos. La gente salió toreando por la calle y con un nombre en la boca: ¡La Serna! Por su parte, críticos como Federico M. Alcázar la calificaba como su mejor tarde de la temporada. La dimensión de insigne torero artista ante toros boyantes estaba ratificada.

Quien pensara que el segoviano había agotado ya su capacidad de encantamiento, no tuvo más que asistir a la plaza al día siguiente, para salir de su equivocación. Este segundo paseíllo –corrida de ocho toros– lo hizo de nuevo con Barrera, además de con Enrique Torres y Fernando Domínguez. Cuando el primer astado de Victoriano salió de los chiqueros, Barrera estaba ya en la enfermería tras sufrir un grave percance en una mano. Y todavía no había cogido La Serna los trastos de matar a dicho toro, cuando su peón, Alpargaterito, dejaba su reguero de tragedia en la arena, con una cornada que, bordeándole el ano, le había perforado el recto. Mal augurio. Las cornadas siempre están ahí sobrevolando inciertas los cielos de la lidia. Pero cuando se hacen presentes, es como si alguien tirara del velo de destreza que la cubre y dejara al desnudo la lucha a muerte que se esconde en el íntimo corazón de la Fiesta. Para los toreros que están en el ruedo, es un hándicap añadido que han de superar. Así La Serna, cuando citó al toro de Atanasio que había mandado al hule a su banderillero. ¿Torero medroso, dicen? No. Lo que La Serna comunicó al público ese día, ante un burel con genio, fue una tremenda borrachera de valor. Hubo, que duda cabe, momentos sublimes donde la suprema calidad de su arte restalló con luz propia. Pero lo más impactante, lo más auténtico de su faena fue el clima de emoción que trasladó al tendido: la auténtica emoción de la tragedia. En su arrebato dionisiaco, evocó al Belmonte de sus tardes épicas o a Manolito El Litri, el malogrado torero de Huelva, que, jugando el naipe de su valentía, tantas tardes puso la angustia en la garganta del público valenciano.
Imagínense la plaza convertida en un verdadero manicomio y a La Serna como una furia desatada de la naturaleza, como un espíritu vengador y heroico buscando extraer del toro, con toda la rabia que bullía en su interior, hasta el último vestigio de bravura. Todo era poco para él, todo era escaso. Cualquier alarde se quedaba pequeño. Quería más, mucho más, sin importarle el riesgo ni el hecho de que el toro ya hubiera hecho carne una vez. Al engendrar un pase de rodillas, no tuvo la res espacio para el giro y lo colgó del pitón volteándolo aparatosamente. Un alarido de espanto cuarteó la bóveda del templo. La ansiedad y la angustia rompieron las costuras del tendido. ¡Quietos! ¡No pasa nada! Y Victoriano, de nuevo en pie, solemne, sosegado, tranquilo, volvió al toro para crear, no cabe con mayor lentitud, con mayor elegancia, aquellos cinco redondos que levantaron un monumento a la precisión, al ajuste y al temple. Monumento al toreo y al paroxismo que convulsionaba el graderío. Dispuesto a matar o a morir, se fue tras de la espada para enterrarla entera en el hoyo de las agujas. Ya se tambaleaba el bruto, cuando Victoriano cayó desmayado a dos pasos de su cara. Mientras se lo llevaban a la enfermería, rodaba el toro sin puntilla. Dos orejas y rabo. Una dimensión distinta, la de torero pasional, arrebatado, dionisiaco, capaz de traspasar todos los límites y campar dueño de sí por la temeridad, había quedado puesta de manifiesto.

No había acabado aún su feria. Pasado los efectos de la conmoción cerebral, la paliza que llevaba no era impedimento para volver a enfundarse el traje de luces, por lo que al día siguiente, a requerimiento de la empresa, tornaba a hacer el paseíllo en sustitución de Barrera. Sin alcanzar el éxito de las tardes anteriores, La Serna volvió a agradar al público, pese a acusar la merma física a consecuencia del percance del día anterior. Y al siguiente –viernes, 28 de julio–, cuarto paseíllo para vérselas –junto a Enrique Torres y Domingo Ortega– con astados de Indalecio García, antes Rincón.

Previamente, conviene saber que, después de los éxitos iniciales, corría cierta comidilla por las tertulias y mentideros valencianos en la que se vaticinaba que Victoriano tendría que dar la “nota” que aún no había pulsado y que, de algún modo, el público esperaba. Originaban estos augurios los hechos ocurridos el mes anterior en la primera corrida de la feria de Algeciras, que habían dado mucho que hablar entre los aficionados y profesionales del toreo. Se lidiaba esa tarde una corrida de Pablo Romero y las bolitas del sorteo habían dispuesto que a Victoriano le tocaran el toro más chico y el más grande del encierro. Ocupando el diestro el segundo lugar del cartel –entre Barrera y Pepe Gallardo–, la cuadrilla había decidido echar el más pequeño por delante y dejar el zambombo para que saliera en quinto lugar. Llegada la hora, salta al ruedo el primer toro de La Serna, que, de salida, persigue al banderillero Alfredo David, alcanzándolo en el momento de entrar en el burladero para inferirle una cornadita en el muslo izquierdo. Desde ese momento, el toro comienza a evidenciar su peritaje en latines y Victoriano se inhibe con la capa. Cuando llega el último tercio, el marrajo se ha hecho dueño de la plaza. La Serna, ayudado por el peonaje, machetea distanciado, y, a paso de banderillas entra a pinchar de fea manera. Los pinchazos se suceden con el toro cada vez más resabiado y, como pasa el tiempo sin que el torero logre despenarlo, oye éste los tres avisos y la bronca del público asistente, mientras ve cómo el astado es devuelto a los corrales.

Cuando suenan los clarines para que salga el quinto, las cuadrillas, que saben lo que hay encerrado y el “petardo” que ha pegado Victoriano con el toro chico, intercambian miradas de inteligencia y preocupación. Y salta a la arena la “catedral”. Un ¡Ooooh! de admiración recorre los tendidos. No dejará La Serna que se apague, pues, visto y no visto, ya está frente a la mole, con su relajada quietud, su temple soberano, jugando muñecas y cintura para engendrar esos lances formidables que han cautivado en otras ocasiones las principales plazas del país. Ovaciones y oles se adueñan de los aires. Ya no pararán más. La faena es extraordinaria. El toraco, dominado, sigue la muleta que lo manda, con la docilidad de un corderito. Parado, solemne, artista, categórico, Victoriano ejecuta lo que la inspiración le dicta. Cada pase es coreado con un ole frenético. Aquí no hay toro grande ni nada que se le parezca, aquí hay un torero excepcional que acaba de plasmar una de las mejores faenas de su vida. Victoriano ataca recto y pincha. Y enmienda el pinchazo con otra faena… ¡que acompaña la música!…¡Después de entrar a matar! ¿Conocen algo parecido? Tras otro pinchazo, logra la media superior definitiva. Y es entonces cuando se desata el pandemónium. Victoriano –que llevará a gala hasta el fin de sus días el recuerdo de esta corrida para él especialísima– ha sostenido en alguna entrevista que cortó las dos orejas, el rabo y una pata del toro. Las crónicas por mí consultadas no pasan del rabo, lo cual no quiere decir que no la cortara, sino que no la reflejaron. Pero lo verdaderamente importante del hecho es que el diestro de Sepúlveda había logrado compendiar en una sola tarde las sombras y los gozos que habrían de acompañarlo mientras vistió de luces. Ese tránsito del infierno al éxtasis, esa ascensión del cero al infinito, ese cúmulo de emociones contrapuestas y resueltas satisfactoriamente, quedó desde ese día como algo mágico; es más: como algo a conseguir en adelante. Parecía quedar claro que a Victoriano le aprovechaba tanto el éxito como el fracaso. El abismo y la cumbre eran moradas ideales y rentables para él.

Algo de eso era lo que estaban esperando los valencianos. Y lo tuvieron, ya que el diestro castellano dejó que le echaran al corral su primer toro de Rincón. Y digo “dejó” porque en opinión de la mayoría de críticos hubo premeditación por parte del torero para que esto ocurriera. Y si no la hubo, lo pareció. Mandó taparse al peonaje y comenzó la faena de muleta valentísimo echando las rodillas al suelo. Ya en pie, volvió a dar algún que otro gran muletazo de su sello. Y, de pronto, sin venir a cuento, la “espantá”. A continuación, La Serna se limitó a plegar la muleta dando por terminada su labor y dejó correr el tiempo hasta que a su enemigo lo llevaron los mansos. No hizo nada por evitarlo. Es más, muchos jurarían que lo estaba deseando, como si entendiese que debía ese “espectáculo” a los valencianos que habían hecho de él un ídolo. El perplejo público no había visto nunca un… “estoicismo” mayor que el de este original lidiador. Sin embargo, lo que más impresiona del caso, es que el respetable parecía asistir a un guion preconcebido y esperaba que en el otro toro –como había sucedido en Algeciras– apareciera de nuevo el torero maravilloso que elevara el toreo a cotas impensables y consiguiera un triunfo clamoroso. Mas, como no apareció, fue entonces cuando se enfadó de veras.

Estas “genialidades” son las que, unidas a su genuino concepto del toreo y una acusadísima personalidad, hacían de La Serna un torero desconcertante y apetecido. Tanto era así, que dos horas después de echarle el toro al corral, la empresa valenciana le firmaba una corrida extraordinaria –mano a mano con Ortega– para el lunes, 31 de julio, por la “despreciable” cantidad de ¡30.000 pesetas! Sólo Domingo Ortega alcanzaba entonces a cobrar esos emolumentos.

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