Apuntes sobre la selección cultural del Toreo, Parte (III).

Artículo de Santi Ortiz.

Junto a la figura revolucionaria de Belmonte, se yergue monolítica la de Joselito el Gallo. Joselito maravilla, paradigma de afición y conocimiento taurómaco, que protagoniza con el trianero la denominada Edad de Oro del toreo. El menor de los Gallos puede considerarse la cúspide, el pináculo, de todo el toreo decimonónico. Él es quien lo lleva a su apogeo superando a Guerrita, a Bombita, a Lagartijo, a Cara-Ancha y a todos los que vistieron de luces en el pretérito. A él se debe, además, la idea y promoción de las plazas monumentales y fue el gestor hegemónico del toreo de su tiempo. Con eso ya está dicho todo. Sin embargo, para la corriente revisionista que se nos ha instalado en la narrativa del toreo, más tarde alimentada por los actos que conmemoraban el centenario de la trágica muerte del diestro, no parece ser bastante y quiere atribuirle, también, la paternidad del toreo moderno, achacándole el alumbramiento del toreo en redondo –que vino para quedarse–, como si eso no fuera algo secundario comparado con esa ruptura mucho más profunda y radical de la que hablábamos en el anterior artículo. Pero es que, además, el toreo en redondo ya estaba inventado antes de que Gallito naciera.

Haciendo referencia a las corridas toreadas por Cayetano Sanz en el abono madrileño de 1856, José Sánchez de Neira en su Gran Diccionario Tauromáquico señala que el torero madrileño había hecho lo que absolutamente nadie había logrado hasta entonces; a saber:

“Irse al toro con la muleta y el estoque, después de ordenar que todos los lidiadores, tanto de a pie como de a caballo, se retirasen del ruedo, y allí solo, en los medios o en las tablas, trastear admirablemente sin mover los talones, dando alguna vez y en esta postura, y sin moverse, hasta seis pases en redondo (el subrayado es mío), armarse, citar y recibir, o arrancarse al volapié sobre corto y según todas las reglas del arte.”

Como puede apreciarse, aquí no se alterna el natural con el de pecho, sino que se encadenan, sin mover los pies, hasta seis pases en redondo. (Estamos hablando de la temporada de 1856, cuando todavía le quedaban a Joselito treinta y nueve años para ver la luz primera.) Y esto, Cayetano, no sólo se lo hizo a “Broquelo”, toro de Justo Hernández, lidiado en segundo lugar el 5 de mayo del citado año; también se lo había hecho a “Aceitero”, de Mazpule, cuatro fechas antes en el mismo ruedo y, luego, lo repetiría en más ocasiones.

No digo que esta forma de torear llegara entonces a imponerse, pero que la llevaron a cabo, con ciertos toros, toreros de hasta ínfima categoría es evidente. Así ocurrió en Salamanca, el 25 de octubre del muy revolucionario 1868, en la corrida celebrada a beneficio de los heridos y muertos en un combate sostenido por la “invicta ciudad de Béjar” dentro de la revolución que costó el destierro a la reina Isabel II. Como es curioso, paso a transcribir un fragmento de lo que de ella se decía en el Boletín de Loterías y de Toros:

“El tercero fue el toro de la corrida; de condición bravo, duro y seco, pelo castaño y fino de armas, de la vacada de Casas (procedencia Gaviria): 14 veces arremetió contra los caballos. Con tres pares y medio, pasó a manos de nuestro paisano Francisco Martín, El Taco, el cual se dirigió al señor Gobernador y dijo: “Brindo por la presidencia,/por Prim, Topete y Serrano,/por el pueblo soberano/y su santa independencia./Brindo por la resistencia/de los bravos bejaranos,/también brindo a mis paisanos/y damas en general,/por la Junta provincial/y todos los ciudadanos. ¡Viva la libertad!” Y se fue al toro, pasándole cinco veces al natural (el subrayado es mío), le largó un magnífico volapié por todo lo alto, que le valió el nutrido aplauso y el toro.” Ya saben los aficionados que, en aquellos tiempos aún se solicitaba el toro entero para el torero y que, precisamente, el corte de oreja se inicia como señal para, después en el desolladero, reclamar la res que le había sido concedida. Pero no divaguemos.

Leído lo escrito, se pone de manifiesto que hasta toreros tan oscuros como El Taco, practicaban el toreo en redondo y podían entusiasmar al respetable pegando cinco naturales seguidos. En consecuencia: ejemplos como estos –y no son los únicos– hacen insostenible querer atribuir a Joselito la paternidad del toreo en redondo. En cuanto a que el público lo demandara como exigencia, tampoco a él se debe, ya que para eso hay que penetrar en un periodo temporal al que Joselito desgraciadamente no alcanzó porque ya estaba muerto. Hablo de la inmortal faena de Chicuelo al graciliano “Corchaíto”, de cuyos treinta muletazos, más de la mitad fueron naturales. Es a partir de ella cuando comienza a asentarse el toreo ligado en redondo; cuando el público de Madrid instala en su subconsciente la exigencia de ese toreo nuevo del que ya no querrá desprenderse nunca, aunque todavía le quedara una década larga para ver impuesta su hegemonía.

Hemos llegado así a la Edad de Plata del Toreo, la que en rigor abarca desde la primera retirada de Belmonte, a finales de la temporada de 1921, hasta el estallido de la Guerra Civil, en julio del 36. En la Edad de Plata, se encampana y se emplaza el que denomino “toro del equilibrio”, por repartir su poder y bravura entre los tres tercios de la lidia, mostrando ya sin tapujos una nobleza muy estimada por toreros y público. En ella, un toreo en plena primavera ve cómo al jardín de la muleta le florecen las suertes por doquier: explotan su rojo giro los molinetes; los naturales se tersan y se alargan con la suerte cargada; el derechazo se pone de puntillas oteando el porvenir; el pase de pecho muestra su vocación de palio; el ayudado no deja mano libre para quebrantar al toro si es por bajo, o aliviarle barriéndole los lomos, si por alto, y cuando juntaba los pies y alzaba la muleta como telón de teatro, que en el Divino Calvo se denominó “pase del celeste imperio”, aquí tomó el nombre de “pase de la muerte”, y en él la encontraron Manolo Granero y Manolito El Litri. La trinchera marcó el camino del dominio, cosa que cambió por la pinturería la trincherilla; el afarolado llenó de luminarias las faenas; el pase de las flores arrojó de los pinceles del pintor rosas y clavellinas para hacerse cartel, y el de la firma rubricó oficialmente la imparable andadura del futuro. Chicuelo, Granero, Marcial, Villalta, Antonio Márquez, El Niño de la Palma, Félix Rodríguez, Armillita, Pepe Ortiz, Curro Puya, Cagancho, Victoriano de la Serna, Domingo Ortega, Manolo Bienvenida y Fernando Domínguez, fueron algunos de los destacados nombres propios que acuñaron el decir y el hacer del toreo posbelmontista. Con ellos, la muleta había ganado en peso y el centro de gravedad de la corrida se había desplazado, abandonando el primer tercio donde antes de Belmonte se asentara.

Durante la Guerra Civil, al toro se le toreó poco o no se le toreó. Se le cazó. Y lo cazó el hambre. Las balas milicianas y las sublevadas lo tomaron por blanco en proporción directa al ruido de tripas vacías que había que apagar, lo que provocó que al término de la contienda la cabaña brava ofreciera un panorama catastrófico. No sólo desaparecieron decenas y decenas

de ganaderías, sino que las que sobrevivieron lo hicieron con tan paupérrimo número de cabezas, que pedían a gritos tres años mínimos de “parada biológica” para poder acometer la demanda de la temporada taurina con la cantidad adecuada de reses reglamentariamente aptas para su lidia. Esta falta de toros reglamentariamente aptos fue el principal obstáculo que encontraron los empresarios para la organización de espectáculos una vez concluido el episodio bélico. Sin embargo, con la finalidad de restituir lo antes posible una cierta apariencia de normalidad ciudadana, la autoridad competente consintió relajar cuanto hiciese falta la normativa en vigor, suprimiendo varios artículos del Reglamento sobre la edad y peso de los toros, lo que convirtió los años de postguerra en la época que ha visto lidiar el toro más chico y joven de la historia. Esta circunstancia tuvo un grado de influencia capital en el devenir del toreo: el interés del público por la suerte de varas cayó en barrena.

Un segundo elemento igualmente decisivo, que unido al anterior, nos da las claves para entender la inmediata evolución del toreo de aquel tiempo, es la irrupción en el escalafón superior de Manuel Rodríguez, Manolete.

Aunque Manolete posee una de las verónicas más solemnes de todos los tiempos, su dimensión muletera sobrepuja con mucho todo su quehacer en el primer tercio de la lidia. Estoico, monolítico, el ciprés manoletino sobrecoge y conmueve a las masas con el magisterio de su muleta. Con el torero de la Mezquita, el público comienza a perder interés por el tercio de quites, deseoso de verlo irse al toro muleta y estoque en mano, sabedor de que Manuel es capaz de sacarle faena lucida a toros que, hasta su llegada, eran de macheteo por la cara y espadazo hábil.

Que Manolete es torero de época, el que le puso nombre a la suya, no hay quien lo discuta, pero afinaríamos más en el retrato de su valor histórico si hacemos hincapié en decir que, lo mismo que Belmonte fue el padre del toreo moderno, y pese a algunos antecedentes tomados de tardes de inspiración del genial Victoriano de la Serna, el primer torero moderno es Manolete. Su muleta, valiente, templada, hierática, vertical, dotada de una honda preocupación estética, nimbada como todo el toreo manoletino de una propia y genuina personalidad, crea una nueva, fecunda y maravillosa tauromaquia, a la que quieren imitar casi todos los toreros de su tiempo.

Manolete es un torero corto y largo a la vez. Corto en cuanto a su exiguo repertorio; largo, porque no hubo un torero como él que le sacara faena lucida a mayor número de toros. Muleta repetitiva la suya, pues impuso una única faena y dio una misma lidia a toros de la más variada condición, gracias a una técnica que consentía a los toros como nadie había logrado, que pisaba un terreno sólo apto para los más valientes y una cabeza fría que le permitía buscar instantáneamente –como impone la lidia– las posibles soluciones que se avinieran con su singular forma de concebir el toreo.

La selección cultural del toreo se vale de Manolete para dar un paso más al meter a la lidia en el terreno de la regularidad. A partir del torero de Córdoba, para ser una auténtica figura del toreo hay que salir a triunfar cada tarde y lograrlo en la inmensa mayoría de ellas.

La selección cultural del toreo se vale de Manolete para incorporar el verbo LIGAR a la terna de cánones taurinos. Todo ese toreo en redondo que apuntaló Chicuelo es sólo un esbozo de

lo que después culminaría Manolete. Porque es a partir del diestro de La Lagunilla, que los cánones taurinos han pasado a ser cuatro: PARAR, TEMPLAR, MANDAR y LIGAR.

Por último, conjugando el desinterés del público por la suerte de varas y el tercio de quites y la enorme emoción que Manuel Rodríguez crea con su muleta, el centro de gravedad de la lidia se sitúa ya en el último tercio. Para consolidarlo en ese puesto, faltaba un leve empujoncito. En el próximo artículo, veremos que se lo pegó El Cordobés.

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