Una lucha de siglos (parte II).

Artículo de opinión de Santi Ortiz.

Continuando nuestro recorrido, diremos que del último cuarto del siglo XIX proceden las primeras campañas antitaurinas de las sociedades protectoras de animales, que, en aquel tiempo, no pasaron de ser anecdóticos y estériles esfuerzos dada la escasísima influencia social que tenía por entonces la sensiblería pro-fauna; totalmente distinta a la de hoy, cuando el fanatismo animalista, avalado, protegido, difundido y financiado, por uno de los sectores de comercio más lucrativos del momento, como es el del mascotismo, ha prendido incontenible en la masa social de consumidores, atrapados en las distintas redes tendidas por los medios de comunicación en tal multitud de artículos, noticias, panfletos, opúsculos, tratados, sketches publicitarios, vídeos, documentales y películas, que nos hacen preguntarnos cómo ha podido el hombre sobrevivir tanto tiempo sin sentir la necesidad de “adoptar” una mascota, llevar al perro a la peluquería o sin impedir que los gallos violen a las gallinas, se ponga en venta la leche de las vacas robándosela a los terneros o que el solomillo de añojo, hecho en su justo punto, siga contribuyendo a la estrella Michelín de algún chef afamado.

En las postrimerías del siglo XIX, nos llega el año funesto de 1898. Las derrotas navales de Cavite y Santiago de Cuba cierran definitivamente el telón del imperio español. Los desastres coloniales acentúan la atmósfera de decadencia que respira el país, de cuyo pesimismo se impregna un colectivo de notables escritores agrupados bajo la denominación de “Generación del 98”, que, con curiosa unanimidad, del lastimoso ocaso colonialista en que ha venido a dar aquel que fuera en su día gran imperio, culpan al flamenquismo y a la afición a los toros, haciéndose eco de una corriente de opinión que les precedía y que a capotes, muletas, guitarras, quejíos y palmas hacía responsables de los males de España. Inmerso en este ambiente acusatorio, hubo periodista que llegó a afear a la Fiesta, por inconsciente casticismo, que el mismo día de la derrota de nuestra escuadra en Cavite –1 de mayo–, miles de aficionados corrían a la plaza de la carretera de Aragón para ver y aplaudir a Guerrita, Fuentes y Bombita.

¿Inconsciencia? ¿Pasotismo? ¿No haber transcendido todavía –faltaba
mucho para la televisión por satélite– la información del suceso? Habría que matizar la situación sin quedarse en lo meramente superficial y abordar a fondo la realidad. El llamado “desastre colonial” lo sería para quien lo fuese, porque para la parte más humilde y mayoritaria del pueblo español, aquella que ponía los soldados –las clases más acomodadas salvaban con dinero a sus hijos del servicio militar y, por ende, de entrar en combate–; aquella que, por lo tanto, ponía los muertos, los mutilados y los enfermos de paludismo u otros males tropicales; aunque fuera en derrota, el fin de la guerra le suponía un íntimo alivio. Una vez más, el vano orgullo de unos entorchados y unos políticos que confundían sus intereses particulares con los del país entero, dejaba un reguero de muerte, dolor y sufrimiento y otra cosa igualmente terrible: un envenenamiento de las ideas, que hurtó el correcto entendimiento del desastre a buena parte de la ya citada generación literaria, la cual, movida por su desvarío patriótico, cargó paranoicamente contra algunos hábitos del pueblo, como el flamenco y los toros. Los insultos de Azorín, la crítica de Unamuno, la “guasa” de Baroja, el desprecio de Juan Ramón Jiménez, el desafecto matizado de Antonio Machado, y, más tarde, las injurias y dicterios desaforados de Eugenio Noel, contribuyeron a anatematizar la tauromaquia y a retrasar el acercamiento de la intelectualidad al toreo.

Es en este contexto donde se pone de manifiesto la tremenda importancia que tuvo la llegada de Belmonte y su poder de atracción para devolver a la Fiesta el calor de los intelectuales. Cuando en la convocatoria del banquete homenaje ofrecido a Juan –todavía novillero–, aquel histórico 28 de junio de 1913, por Valle Inclán, Pérez de Ayala, Sebastián Miranda, Julio Romero de Torres, Julio Antonio,  Manuel Machado y casi una quincena más de ilustres comensales de las artes cultas, se resalta que “capotes, garapullos, muletas y estoques, cuando las sustentan manos como las de Juan Belmonte ]…[ no son instrumentos de más baja jerarquía estética que plumas, pinceles y buriles, antes los aventajan porque el género de belleza que crean es sublime…”; cuando se afirma esto, se está neutralizando, anulando, revirtiendo, la agresiva descalificación del 98, que hacía a capotes y muletas responsables de los males de España. Además, ponía en la cúspide de las artes aquello que Azorín, alejado de la habitual mesura de sus escritos, tachaba de “fiesta cruel y estúpida”, de “ponzoña taurina” o “repugnante barbarie”. No se ha prestado la debida atención a este hecho, pero entre la generación del 98 (antitaurina) y la pro-taurina generación del 27, hay un Belmonte de por medio. Nunca deberíamos olvidarlo.


Una de las peores puñaladas que recibió la fiesta de los toros poniéndola en peligro de muerte fue la que le asestó el llamado Instituto de Reformas Sociales, cuando en octubre de 1904, decidió incluir las corridas en el descanso dominical. Se prohibía dar toros en domingo; esto es: absurdamente, se prohibía trabajar a los que normalmente sólo en domingo trabajaban, mientras se permitía a los cómicos doblar ese día el número de actuaciones del resto de la semana. Al decreto del Descanso Dominical, le llamaron “Ley de protección de las tabernas”, porque, incluidas en el decreto, quedaron exentas de su cumplimiento una vez que los propietarios decidieron no acatar la ley y amenazar con un conflicto de orden público. Pero lo que parecía claro es que tal medida perseguía de manera encubierta hacer la fiesta inviable con la pretensión de acabar con ella. De esto se hizo eco don Pascual Millán, revistero del semanario Sol y Sombra, que, desde su tribuna, trató de despertar la conciencia de lo que él denominó una España sin pulso: “Es innegable–escribía–, España está sin pulso; se violan las leyes, se infringen los reglamentos, se roba a mansalva; el cacique es un rey y el fraile una institución; se profanan los cementerios; se mata la gente a tiros, a ciencia y paciencia de la autoridad; emigran por millares los ciudadanos; la clerigalla todo lo invade y lo perturba, y antes que demostrar arrestos, energía, abandonamos casa y hogar, buscamos en lejanos países la subsistencia de que nos privan en el nuestro y nos echamos en el surco como bueyes cansados esperando la muerte en vez de luchar por la vida.”

Lo consiguió. Gracias a sus arengas, se inició una campaña que contó con el esfuerzo de lo más prestigioso de la crítica hasta desembocar en un mitin taurino multitudinario, celebrado en los jardines del Retiro a primeros de noviembre del ya citado año. Acudieron a él políticos, ganaderos, toreros de fama y sin ella, escritores y revisteros y multitud de aficionados. Se recogieron un total de cien mil firmas que el matador de toros Enrique Santos, Tortero, acompañado por el señor Millán, entregó al ministro de Gobernación, Sánchez Guerra. Unos meses después, y tras una peripecia en la que estuvo indirectamente involucrado Alfonso XIII, llegó la esperada derogación del decreto respecto a los espectáculos taurinos. Una vez más, el toreo había hecho prevalecer la justicia.


Aunque ya ha sido citado, debemos entretenernos un poco en la figura de Eugenio Noel, pues es el primero que emprende una verdadera campaña con la finalidad de acabar con los toros. El periódico, el libro, la conferencia, además de un patente exhibicionismo, son los medios que utiliza para llevarla a cabo. Desde 1911 y durante dos años, recorre España en una febril romería antitaurina, dando charlas a diestro y siniestro, publicitando sus libros y tratando infructuosamente de llegar al corazón no ya del pueblo, cosa previsible, sino incluso de aquellos que no veían al toreo con buenos ojos. ¿Motivo? La manera con que su diarrea verborreica, descalificaba de forma desproporcionada e injusta al toreo y al flamenco.


 Noel, pintoresco, estrafalario, vehemente, agresivo, provocador, temperamental, con un fuerte goterón de racismo y un talante mesiánico y terrible que le hacían parecer un perturbado, no duda en culpabilizar al gitano, al flamenco y al torero de la muerte moral y civil de España; es más, del torero dice que, inconscientemente, es el causante de todas las desgracias nacionales. No es de extrañar tal hipérbole en quien se atreve a sostener con desmedida exageración que de las plazas de toros salen: la mayor parte de los crímenes de la navaja; el chulo; la grosería; la falta de educación; el pasodoble, el cante jondo y las canalladas del baile flamenco, cómplice de la guitarra; el odio a la ley; el bandolerismo; los delirios de risa y diversión que caracterizan a nuestro pueblo; el libertinaje; el echar por la boca todas las palabras soeces del idioma; el teatro del género chico; la pornografía sin voluptuosidad ni arte; el latrocinio político; todos los aspectos del caciquismo y el compadrazgo; la crueldad de nuestros sentimientos; el afán de guerrear; nuestro ridículo donjuanismo, y la trata de blancas… ¡Toma ya! Todavía dice más en su panfleto “El flamenquismo y las corridas de toros”, pero creo que es suficiente para ponderar con quién tratamos. Desde luego, si hubiera sido cierta su acusación de iluminado, habría bastado con cerrar las plazas de toros para terminar de un plumazo con el origen de todos los vicios, desenfrenos, inmoralidades, maldades, perversiones, excesos y delitos que del hombre han sido; amén de géneros musicales y artísticos, como el pasodoble, el cante jondo o la zarzuela, que su desvarío incluía entre las manifestaciones del mal. Con crítica tan desquiciada era natural que sus tesis perdieran toda fuerza y le fuera concedido muy escaso crédito, lo que contribuyó a su fracaso

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