Sobre mi concepto del Toreo

Artículo de opinión de Santi Ortiz.

Si como se afirma “el mejor aficionado es aquel al que le caben más toreros en la cabeza”, debo reconocer que no me encuentro entre tales “privilegiados”, porque nunca he creído en tal afirmación. Y menos desde que se ha convertido en un lugar común del que se tira por inercia sin saber, en muchos casos, lo que se está diciendo.

A mi modo de ver, el buen aficionado es aquel que ha conseguido construirse un determinado concepto del toreo; concepto en el que cabrán tantos toreros como sean capaces de obedecer al mismo en todo o en su mayor parte, y es en esta medida en la que el torero cabrá –o no– en la cabeza de tal aficionado.

Es cierto que llegar a alcanzar un concepto propio del toreo, no es algo que pueda conseguirse de la noche a la mañana. La adquisición de tal conceptualización –sea cual fuere ésta– es fruto del paso del tiempo viendo toros, y, sobre todo y en base a lo anterior, de la reflexión que haya ido fraguándose en la mente del aficionado hasta conseguir separar el grano de la paja y quedarse con aquellos principios que uno demanda para que el toreo alcance esa dimensión especial que la ilusión del aficionado busca en la plaza.

Desde esta perspectiva, uno puede llegar a identificarse al cien por cien con muy pocos toreros. Algunos hay que satisfacen parcialmente las bases del concepto que el aficionado tenga e incluso que sólo lo hayan conseguido en muy contadas ocasiones. El Fandi, por ejemplo, no es un torero que entre en el concepto de toreo que yo tengo, sin embargo, el Fandi de aquellos naturales de Bilbao a un toro de Torrealta, creo recordar, lo tengo grabado a fuego en la memoria –y ya han pasado años– como los que satisficieron mi forma de concebir esa difícil y fundamental suerte. Ureña es otro diestro con el que sólo comulgo en ocasiones. A veces, le puede la tristeza, en otras la impostación, pero el Ureña de la feria de Bilbao de 2019, la tarde de las cuatro orejas a la corrida de Jandilla, ese, no sólo me entusiasmó, sino que hubiera sido aclamado por todas las grandes figuras de la historia, porque la plenitud, rotundidad y pureza con que ese día bordó el toreo lo colocaron, aunque fuera por breve espacio de tiempo, en la cima de la tauromaquia.

En mi particular forma de concebir el toreo, juega un papel capital el temple. El temple en sentido belmontino; esto es: no el que adapta la velocidad del engaño a la que trae el toro para que el pase salga limpio, sino el que logra esa limpieza imponiéndole al toro la velocidad y el ritmo que lleva la capa o la muleta; o sea: el prodigio de convertir el huracán en brisa para que el toreo surja despacioso, terso, suave, en el milagro de dilatar los instantes para que el tiempo discurra más lento. Ese temple hace inservibles los relojes de horario y minutero, porque traslada el discurrir de los hechos a un tiempo mágico, no matemático, donde es el sentimiento del hombre –o la mujer– que torea quien marca el pulso de los latidos de su inspiración. Cuanto más dure un pase, mayor es el tiempo que dispone el torero para recrearse en él, para sentir en lo más íntimo el propio calado de su arte y más profundamente lo deja grabado en la retina del alma de quienes lo contemplan.

Otra exigencia de mi concepción del toreo es la de pasarse los toros cerca. ¿Por qué? Porque es una medida de la autenticidad. Cuando el torero torea de verdad, los toros pasan cerca. Aunque el diestro no se lo proponga, aunque no busque el encimismo ni las taleguillas manchadas de sangre. Cuando en el cite no hay desplazamiento de expulsión, cuando se embarca a los toros con la bamba del capote o la panza de la muleta y se les lleva por el camino adecuado, los toros pasan cerca. No es una consecuencia del valor; es un fruto de la pureza. Cuando cabe un carro de paja entre torero y toro, algo falla. Algo no se está haciendo como se debe. O bien se cita fuera de cacho, o bien se abusa del pico, o de cualquier otra ventaja que dé como efecto que el torero esté en Tarifa y el toro pase por Ceuta. Torear cerca no es una cuestión de “arrimarse”, es simplemente una consecuencia de que el pase o el lance vengan presidido por la autenticidad, que se hayan desmarcado del toreo “embustero”. Tampoco es una cuestión de estilo, sino de sinceridad. Morante –torero de arte– se pasa los toros cerca; José Tomás –valor y clasicismo– se pasa los toros cerca; Roca Rey –poderío heterodoxo– se pasa los toros cerca. Valgan estos tres ejemplos para ilustrar cómo toreros de muy distintas tauromaquias, tienen el rasgo común de la autenticidad. Los tres torean de verdad. Y a los tres les pasan los toros con el debido ajuste.

Un tercer rasgo de mi paradigma taurómaco es la quietud de zapatillas. Abomino de los toreros zapatilleros y bailarines. Éste es un rasgo que tiene que ver con el valor auténtico y no con el postizo, porque el valor auténtico es sereno, de movimientos justos, no sólo en la estática del pase, sino también en la sobria manera de colocarse para el siguiente. Comprendo que hay astados que exigen cierta ligereza, pero, aun así, hay quien exhibe en su movimiento la tranquilidad del que domina la escena y el que convierte sus pies en una vertiginosa devanadera. De ahí que sea yo tan poco partidario de los toreros banderilleros. No en lo que concierne a su ejecución del segundo tercio, donde los hay maravillosos, sino cuando cogen el capote y la muleta. Porque su mente actúa bajo el convencimiento de descansar en sus facultades, en sus piernas de acero, y con ellas se quitan y se ponen con suma facilidad, cuando el toreo de brazos, el que impuso Belmonte, les exige quedarse en el sitio y no moverse.

El cuarto pilar de mi concepto es la ligazón, acción y efecto de ligar, infinitivo convertido en canon tardío del toreo –se añadió posteriormente a la trinidad canónica de parar, templar y mandar– y piedra angular de la moderna tauromaquia. Con él, llegó la sintaxis al arte de Cúchares para mejorarlo. Igual que con palabras sueltas no se puede construir un discurso, a base de unipases no se puede armar una faena. Cuando escucho aconsejar a un novillero: “De uno en uno”, siento que lo están equivocando, porque de uno en uno es el camino más corto para llegar al aburrimiento y desinterés del espectador, salvo que la calidad del pase en sí mismo sea tan excepcional que permita acogerse a aquel decir becqueriano de que “un poema puede caber en un verso”. Actualmente, torero que no liga, torero que no triunfa. El recurrir al “de uno en uno” sólo es admisible como estrategia para ir consintiendo al toro remiso hasta hacerlo repetir en la muleta con el objetivo de que florezca el toreo ligado. Parafraseando a Manuel Caballero, en el toreo actual, sin ligazón no hay paraíso.

Completa mi repóquer conceptual la torería. Qué sabor tiene el término, qué galanura, qué empaque… ¡Torería! Qué piropo cuando se dice de un diestro que tiene torería. Ello involucra por entero a su comportamiento ante el toro. A su manera de salir de la cara del astado, de entrar en ella, de saber tragarse los miedos y ser comedido en los alardes. De ser arrogante, pero sin ostentación. Mas también de no mendigar aplausos ni orejas. De tratar al público con respeto al tiempo de hacerse respetar. De conducirse con la misma naturalidad y dignidad en el triunfo que en el fracaso. ¡Maestro Curro Romero! De vestir de elegancia sus actos y huir de todo lo que huela a chabacano. El toreo es de grandeza, dice el tópico; mas qué difícil es toparse con ella en estos tiempos donde los callejones y burladeros se han convertido en un jolgorio de gritos de alabanzas, de ánimo, consejos, lisonjas y elogios hacia el matador mientras éste está toreando. Ruido chirriante que perturba la música callada del toreo. Vocerío de lo más grosero, vulgar y ordinario por parte de los hombres de cuadrilla. ¿Se imaginan ustedes a los peones de Guerrita “animando” a éste mientras estaba ante el toro, o los suyos a Joselito, o a Belmonte, o a Manolete…? O a José Tomás, que ya tuvo una vez que mandar a callar a un chillón de su cuadrilla, advirtiéndole que el único que tenía que gritar era el público. En reciprocidad, también entran dentro de esta nefasta algarabía esas órdenes destempladas y chocarreras del “maestro” a sus banderilleros, que lo único que demuestran es la falta de autoridad de aquél sobre el peonaje. A Antonio Ordóñez le bastaba un simple gesto para hacerse comprender y obedecer por los hombres de su cuadrilla. Igual le ocurre a José Tomás, y le pasaba a El Viti, a Mondeño, a Pepe Luis Vázquez y a todos aquellos que han venido guardando la liturgia de las formas porque llevaban la torería dentro del alma.

En torear despacio, pasarse los toros cerca y moverse lo imprescindible, ligando los pases, quedan compendiados los pilares fundamentales en los que se levanta el particular concepto del toreo que vine construyendo con los años. No es cuestión de toreros, pues en él lo mismo caben los diestros artistas, los de dominio o los de valor. Cada uno pondrá su tauromaquia al servicio de aquellas virtudes que más se ajusten a su manera de interpretar las suertes. Otra cosa es que, a igualdad de autenticidad –ojo–, me llegue más el toreo clásico que el barroco, o una estocada en corto y por derecho, a otra arrancando a diez metros del toro, avanzando como un guerrero a paso de marcha con espada y escudo, para al final entrar en la jurisdicción del astado que es donde de verdad comienza a consumarse la suerte. Tampoco hablo de alturas o distancias, porque, muchas veces, son decisiones que debe tomar el torero a tenor de las condiciones del burel que tiene delante. Pero, con todos los matices que se quieran, que para eso el toreo es un arte de extremada complejidad, que jamás cabrá en un recetario, creo dejar expuesto la médula de la idea que me sirve de metro para medir la escala de valores con que juzgo el toreo.

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